El presidente de EEUU, Donald Trump, detuvo un ataque aéreo contra Teherán. Trump ayer en la NBC: "No busco una guerra".
10/02/2025
Periodista y productor de televisión
3 min
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La última exhibición de estupidez de Donald Trump –la reconstrucción de Gaza como "nueva Riviera" de Oriente Medio, previa deportación de los palestinos que todavía sobreviven en ella– demuestra que nos espera un cuatrienio en el que el mundo se moverá peligrosamente de la farsa al pánico, de la parodia a la estupefacción. Porque el delirio del presidente naranja inevitablemente lleva a la sátira, pero su condición de líder de la principal potencia de Occidente (botón nuclear incluido) congela automáticamente todas las sonrisas burlonas. Trump no es solo un payaso, no es solo el síntoma máximo de la degradación de la democracia liberal. Es sobre todo un peligro para el planeta. Cualquier previsión sobre su comportamiento es inútil. Ningún temor es lo suficientemente injustificado, porque, además de ser un político ultraderechista, Trump es un narcisista que parece necesitar atención pública constante, lo que lo hace especialmente proclive a los golpes de efecto, las declaraciones alocadas y una toma de decisiones caprichosa y arriesgada.

La situación es mucho peor que en su primer mandato (2017-2021), en el que la elección del magnate, justo después de la exitosa era Obama, fue interpretada como una suerte de lapsus de los electores americanos, o un voto de castigo puntual contra el establishment. La broma duró cuatro años y parecía que se acababa del todo con la derrota posterior contra Joe Biden, que Trump rechazó con un comportamiento propio de un niño de parvulario (pero, como decíamos antes, con Trump la farsa no se desata del drama: su pataleta causó la ocupación efímera del Capitolio por parte de masas ultraderechistas que, por cierto, acaban de recibir el indulto). Y cuatro años después, pese a las condenas judiciales, pese a que ya tiene 78 años, Trump ha vuelto al poder, con mayor margen de votos. Esto tiene que ver con el declive físico de Biden y las prisas para encontrarle sustituta, pero también remite a una cuestión que en el 2017 se había revelado ya decisiva: la capacidad de la nueva extrema derecha para optimizar su presencia en el debate público a través de las redes sociales, las mentiras organizadas y la desinformación a la carta. Ocho años después, el racismo, el negacionismo climático o la lucha contra "la cultura woke" tienen a los votantes de clase media y baja bien entretenidos, mientras las élites respiran tranquilas; también las élites tecnológicas que han propiciado este lío, que se enriquecen y dominan la opinión pública sin miedo a ninguna regulación, que, en su neolenguaje, asimilan a la censura.

El desparpajo con el que la extrema derecha mundial ha colonizado el lenguaje y las ideas es una consecuencia inmediata del éxito de Trump. Pero en la vieja Europa esta new wave remueve brasas nunca apagadas por completo. También en España y en Catalunya. Mientras Vox acoge en Madrid a líderes ultras de toda Europa, en Catalunya se percibe una derechización que no solo bebe de Trump, sino también del desencanto por el Procés (que es un desencanto hacia las urnas), del miedo de Junts a la competencia de Aliança Catalana y de la ingenuidad de la izquierda sucursalizada, que en vez de hablar de riqueza y pobreza, o de soberanía, o de la acogida de los recién llegados, se empeña en dar oxígeno a la alcaldesa de Ripoll con extemporáneas apelaciones al orgullo charnego. Por todo ello, la distracción es general, porque el verdadero peligro, no solo por número de votos sino por sus posibilidades de tocar poder –porque donde se gobierna de verdad es Madrid–, es la ultraderecha española, que rasga la parte del país más desatada del relato catalanista. Una ultraderecha que, al ser española, es nueva, pero también es vieja. Por eso es doblemente peligrosa.

 

 

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