Turismo (y analfabetismo) rural
Cada vez más nos alejamos de las experiencias “reales”. O por decirlo sin comillas: no mediatizadas, desnudas de artificio. Por eso el astroturismo o el turismo del silencio son tendencia. La oscuridad y el silencio —hábitats en peligro de extinción— se han convertido en casi inaccesibles y, como consecuencia, en objetos de consumo muy preciados. Este tipo de turismo se suma al resto de la oferta turística que promete una reconciliación momentánea con los espacios naturales. Ecoescapadas, agroturismo, turismo rural. Bajo el amparo de estas etiquetas y otras similares, la gente espera encontrar las experiencias de una vida pretérita: la armonía de un ecosistema menos dañado, un cielo estrellado, quietud y tranquilidad. Los aspectos más primordiales de la existencia, convertidos en un bien escaso, son ahora carne de eslogan, un reclamo turístico más.
La mercantilización transversal y –de momento– ineludible de todos los aspectos de la vida nos condena a la incongruencia. Por mucho que queramos huir de la copia, de lo falso, no hay escapatoria. Incluso los lugares más remotos aspiran a ser postal y, en ese intento, pierden lo que les quedaba de auténtico. Los lugares donde buscamos cobijo del —a menudo abrumador— simulacro de la vida ciudadana se han convertido en “pesebres estériles” que tienen dos caras, dice Pilar Codony en Dominaràs la terra: un vertedero de purines, por un lado, y un paisaje hermoso, por el tro. La escritora de Banyoles señala que, en paralelo al ensanchamiento del conocimiento científico y tecnológico, se está produciendo un proceso de analfabetización natural. Cuando paseamos por la naturaleza "no sabemos ni qué vemos, ni para qué sirve, ni qué nos indica: no sabemos leer la naturaleza". Esta falta de comprensión lectora natural es tan preocupante como la falta de comprensión lectora textual de los alumnos catalanes. Es más, tal vez estén estrechamente vinculadas.
En la escuela y en los institutos nos ocupamos de dar las herramientas a los niños y adolescentes para que se incorporen a la sociosfera —las estructuras sociopolíticas, socioeconómicas y socioculturales creadas por el ser humano—, pero lo que nos permite sobrevivir, en primera y en última instancia, es la biosfera. ¿No es un anacronismo seguir educando a las nuevas generaciones desde la ficción de que nuestro sistema social no depende absolutamente del sistema ecológico? Salir más a menudo de las aulas, repensar los espacios de los centros o fomentar la biodiversidad en los recintos educativos deberían ser prioridades en los próximos años. Todas las escuelas de Catalunya deben ser escuelas verdes (y no debería ser una etiqueta vacía de contenido). Además, habría que implicar a los alumnos en esta transición verde de los programas y centros educativos. Ante la innegable crisis climática y ecológica, ¿podemos defender alguna otra cosa?
Ante todo, somos habitantes de este planeta. Si la demanda por los destinos turísticos que ofrecen un cielo estrellado o una estancia silenciosa y tranquila se ha disparado, es porque necesitamos estas “experiencias”, que cada vez nos quedan más lejos. Las experiencias naturales no deberían ser ni un bien de consumo —que solo puedan disfrutar los que tienen segundas residencias o pueden permitirse el lujo de viajar al desierto de Atacama para ver un cielo estrellado— ni una asignatura que quede fuera del aula. Para conseguirlo, debemos reducir nuestro impacto ecológico del día a día (Vanesa Freixa lo llama “ruralizar la vida”), fortalecer y ensanchar el programa escuelas verdes y trabajar la comprensión lectora natural de los estudiantes. Eso tan repetido que un haya no es solo “un árbol”. Ni una oropéndola solo un pájaro.