El último gran proyecto colonial
Cada proyecto colonial tiene su lógica interna. Y no puede renunciar a ella. En ciertos casos, como en el llamado Estado Libre del Congo (1885-1908), propiedad personal del rey Leopoldo II de Bélgica, el objetivo consiste en explotar al máximo a la población nativa. Aunque, como pasó durante esos 13 años de la historia congoleña, cueste diez millones de muertes. El otro arquetipo colonizador implica sustituir a los habitantes locales por colonos de procedencia foránea: serían ejemplos típicos de ello Estados Unidos, Australia o Israel.
Hay que apelar a argumentos sobrenaturales para negar el carácter colonial de Israel. Curiosamente, estos argumentos son aún aceptados de forma bastante común: la “tierra prometida” por Dios, etcétera. La historia, sin embargo, es clara: cuando Theodor Herzl publicó El Estado judío (1896), el sionismo (por el bíblico Monte Sión, al lado de Jerusalén) no tenía reparos en reconocer su propósito de asentar a los judíos de todo el mundo en Palestina, por aquel entonces parte del Imperio Otomano. Y hablaba abiertamente de colonizar. Las potencias europeas acababan de repartirse África (Conferencia de Berlín, 1885), las colonias británicas en Australia completaban su autonomía política (1890) y se celebraba el éxito de la epopeya colonizadora en Estados Unidos.
Los Diarios de Herzl son explícitos. El 17 de julio de 1902 escribe a Lord Rothschild, el judío más rico de la época: “Podéis afirmar ante vuestro gobierno [el británico] el hecho de que una gran colonización judía reforzaría la influencia inglesa en el Mediterráneo oriental, en un punto donde confluyen numerosos intereses que afectan a Egipto, a Persia y a la India”. Y sigue: “¿Por cuánto tiempo cree usted que los activos de los que es posible apropiarse en esa región del mundo seguirán pasando desapercibidos? Si los judíos no aprovechamos la ocasión ahora (nosotros, que somos tan astutos y que sin embargo siempre nos dejamos estafar) seremos de nuevo el hazmerreír”.
Herzl practica a la vez un inteligente salto conceptual. Cuatro días después escribe de nuevo a Lord Rothschild y le dice: “Los griegos, los rumanos, los serbios, los búlgaros se han emancipado. ¿Seremos nosotros los únicos incapaces de hacerlo?”. Es decir, el proyecto de colonización es a la vez lo contrario, un movimiento de emancipación nacional. Siempre hubo judíos en Palestina. Pero mientras se mantenía esa correspondencia no eran más de 45.000, frente a una población total cercana a las 600.000 personas, entre las que había unos 60.000 cristianos y el resto eran musulmanes.
La feroz opresión que sufrían los judíos en el imperio ruso y los prejuicios antijudíos en Europa occidental (recuerden el Caso Dreyfuss) habían creado lo que se llamó “la cuestión judía”. Y el sionismo ofrecía una solución al problema. Cabe señalar que el régimen político más antijudío establecido nunca en el mundo, el nazismo alemán, en 1933, años antes de la horrible “solución final”, pactó con la Agencia Judía la emigración de casi 300.000 judíos a Palestina. Y así fue creciendo la población judía. En 1923 eran 90.000. En 1940, 450.000.
La Shoah nazi, también llamada Holocausto, acabó de facilitar que en 1948 tanto Estados Unidos como la Unión Soviética reconocieran el nuevo Estado judío, Israel. La ONU concedió a Israel el 52% del territorio palestino, pese a que los judíos constituían solo un tercio de la población total. Desde entonces, como resultado de las guerras contra los países árabes y la ocupación de nuevos territorios, Israel no ha dejado de expandirse y de expulsar palestinos.
Herzl pensaba que Israel tenía que extenderse desde el Sinaí hasta el Éufrates (no existían aún ni Irak ni Siria); Benjamin Netanyahu cree que las fronteras tiene que ser el Jordán y el Mediterráneo, sin otro lugar que el exilio para los palestinos. Efectivamente, los palestinos que pueden se van. Se calcula que hoy existen unos doce millones de palestinos, de los que algo más de cinco millones viven en Cisjordania y Gaza, 1,5 millones en Israel y el resto están esparcidos por el mundo.
Cualquiera que conozca un poco la realidad actual sabe que la solución de los dos estados es inviable, porque Gaza y Cisjordania están separadas y en Cisjordania no dejan de crearse asentamientos israelíes. Ya no hay espacio. Hamás asume la solución, siempre que se ajuste a las fronteras anteriores a la guerra de 1967. Cosa que Israel nunca aceptará: volvemos a lo dicho antes sobre la lógica de los proyectos coloniales y el reemplazo de población.
Es impensable expulsar a los judíos de Israel, como lo era expulsar a la minoría blanca de Suráfrica. La única opción racional es la surafricana: democracia y convivencia, por improbable que sea. El último plan de paz, patrocinado por Donald Trump, no es más que un alto el fuego. Muy necesario y bienvenido tras la matanza en Gaza, pero tan precario y estéril como cualquiera de los anteriores. Mientras persista la lógica colonial (disfrazada de emancipación nacional y cada vez más teocrática), no habrá salida.