Las vallas de Europa y la barbarie

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Refugiados ucranianos en un autobús en la frontera polaca.

La guerra en Ucrania es un reto para Europa y Occidente en su conjunto, también de cara a los fundamentos morales de la democracia liberal como política de los derechos humanos. Entre otras cosas, la Unión Europea ha cumplido con uno de los efectos colaterales de todas las guerras, como suelen llamarse los daños causados a las víctimas civiles: los refugiados. Desde inicios de 2022, son millones los refugiados ucranianos que han llegado a los países de la Unión Europea, la mayor parte a través de la frontera entre Ucrania y Polonia. Han sido debidamente acogidos, asegurándoles con celeridad los requisitos para su inserción, con permiso de trabajo y todo. Así que lo de “no cabemos” no vale. 

Sin embargo, pocos meses antes y no muy lejos, en la misma frontera oriental de Polonia, el panorama que se nos ofreció fue muy distinto. Empezaron a llegar allí oleadas de refugiados y la respuesta de las autoridades polacas fue un rechazo inflexible. La diferencia reside en que estos eran refugiados de otro color de piel y de otra religión. Es verdad que la Unión Europea envió ayuda humanitaria para estos refugiados, pero, al mismo tiempo, desembolsó una cantidad casi veinte veces mayor para ayudar al Gobierno polaco a cerrarles el paso en la frontera. Es más, Varsovia construyó una valla fronteriza de 186 kilómetros y cinco metros y medio de altura. Indirectamente, por lo menos, una parte de la ayuda europea para la seguridad fronteriza fue a parar a esa obra.

Pero no es ésta la única valla en las fronteras entre la Unión Europea y el mundo extracomunitario. También se levantan en los países bálticos, en Hungría, en Austria, en Eslovenia, en Bulgaria… y en España, que incluso debe haber servido de precedente. Y todo indica que van a multiplicarse, gracias a la reciente decisión de Bruselas de financiarlos. Pero no se trata únicamente de vallas y muros. Hay también deportaciones extramuros, como, por ejemplo, la de los deportados por la Unión Europea a campos de refugiados en Turquía, una práctica que incumple una serie de convenciones o tratados internacionales sobre los derechos humanos, dado el tipo de régimen que tiene este país. Sin mencionar los innumerables y bien conocidos dramas del Mediterráneo y la complicidad de la Unión Europea con las autoridades y otras agencias turbias de Libia para frenar la llegada de las pateras. Y refugiados no solamente son los que huyen de las guerras, sino también los que huyen de la pobreza extrema… Y, para volver al caso español y a las vallas, precisamente cuando el gobierno respectivo se dedicaba a acoger humanamente a los refugiados de Ucrania (cabemos, ¿verdad?), se produjo la matanza de Nador, ante la cual el discurso justificativo de este gobierno ha sido deplorable.

Hacia finales del año pasado, el Parlamento Europeo se vio involucrado en un gran escándalo de corrupción. El 6 de diciembre me encontraba en Albania, y fui invitado a una tertulia organizada por la embajada de España en cooperación con algunas entidades locales de la sociedad civil, el mismo día en el que, en un lugar cercano, se celebraba la cumbre de la Unión Europea sobre la integración futura de los Balcanes Occidentales. El tema que me propusieron para participar en nuestra tertulia era sobre lo que la Unión Europea puede aprender de Albania (sí, lo habéis leído bien). Pensé que, más que de los aspectos positivos, la Unión Europea podría aprender de los aspectos negativos de Albania. Los problemas de ésta son, en su gran parte, los mismos que los de los países de la UE, con la diferencia de que, en mi pequeño país de origen, aparecen mucho más claramente por ser más grandes, como aumentados en un microscopio. Podría funcionar también como espejo: se me ocurrió que, cuando Bruselas sermonea al Gobierno albanés sobre los problemas que su país debe superar, podría oír en sus propias palabras un de te fabula narratur y aplicarse su propia lección. Una de las cuestiones más graves de Albania es la corrupción. Pues en ello estamos. Pocos días después, estalla el Qatargate. Pongamos, por ejemplo, que los déspotas de los hidrocarburos podrían (¿cómo no?) hacer inclinar las políticas medioambientales europeas en el sentido de sus meros intereses. Parece que, por un lado, sufrimos el síndrome de la avanzadilla de unos bárbaros imaginarios y levantamos vallas para que no nos invadan y no destrocen la civilización, y, por otro, abrimos sigilosamente alguna puerta (“gate” en inglés, por cierto) a los bárbaros de verdad.

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