Si no hay un milagro, tendremos un verano de colapsos: en las autopistas, en el aeropuerto, en el centro de Barcelona, en las playas... Los atascos y las aglomeraciones serán la norma. Ya lo empiezan a ser. Solo hay que mirar qué está pasando en la AP-7 o en las ruidosas noches de terrazas. Habrá alud de turistas, incluido el turismo interno. Hay ansias de salir, de moverse, de fiesta y alegría. De petarlo, de soltarse. Después de dos años de pandemia y dos veranos a medio gas, ¿alguien está dispuesto ahora a renunciar? ¿A quedarse en casa portándose bien?
Como explicación sumaria, no sé si basta con decir que no aprendemos. A regañarnos. Sencillamente, todos hacemos lo que sabemos hacer, lo que hemos sido educados o programados para hacer. Trabajar y disfrutar. La vida es muy complicada: las angustias del trabajo, las inestabilidades familiares, los problemas de salud, el cuidado de los pequeños y los mayores, la incertidumbre del futuro debido a las grandes crisis globales (climática, económica, migratoria, democrática)... Ante todas estas dificultades y malos augurios, hay momentos de liberación, de fuga, de explosión. Se nos permite huir de la realidad algunos fines de semana, algunas noches y durante las vacaciones, las cuales, cuanto más cortas, más explosivas son. Para mucha gente, jóvenes y adultos, el consumo y el ocio compulsivos son una escapatoria de la dura realidad. En periodos de crisis y falta de perspectiva, todavía más.
En el siglo pasado tuvimos los happy twenties, los locos o felices años veinte. Ahora, un siglo después, mucha gente, miles de millones de personas en todo el mundo también están dispuestas a quemar las naves. El carpe diem hedonista es la opción individual mayoritaria, aquí y en Sebastopol (aunque estén en guerra). Esta es la auténtica globalización. A falta de proyectos colectivos, de creencias o idealismos superiores, hay una identidad global, un aire de los tiempos que se concreta en el placer concreto, físico, material. Y todos creemos que tenemos derecho, que nos lo merecemos, claro. Cada uno a su manera, con más o menos (más bien menos) límites. Este afán global imparable de felicidad de película nos llevará, como gran destino turístico mundial que somos, a un verano de masas. Es decir, a la vieja normalidad multiplicada. Y, naturalmente, no estamos preparados.
El miedo a la muerte provocó una gran respuesta obediente a las restricciones del virus. Nos admiramos de nosotros mismos. Ahora ha estallado el movimiento contrario: el afán de vida, de sociabilidad, de movimiento, de goce. Es la ley del péndulo. Es como si saliéramos de un secuestro. No hay quien nos frene. Era de prever, pero la previsión no es nuestro fuerte. Apenas supimos hacer frente al desastre pandémico. Salimos como pudimos y con la ilusión, o el autoengaño, de que habíamos aprendido alguna lección colectiva de vida tranquila. Sin embargo, no contamos con que la lección íntima que todo el mundo aprendería es que, cuando se puede, hay que exprimir la existencia a fondo porque los malos momentos siempre vuelven. Este será, pues, un verano intenso, incluidas las incomodidades que producirá, también fuertes.
Si no se toman decisiones rápidas, si no hay un plan de choque, el caos está servido. Las grandes infraestructuras y los destinos habituales no podrán absorber el volumen de gente que nos visitará por tierra, mar y aire. Autopistas, aeropuerto, Barcelona y pueblos de la costa estarán a rebosar. O se adoptan medidas restrictivas contundentes, sobre todo vía precios y horarios, o tendremos que convivir con el colapso. Las consignas contradictorias de Colau y Collboni con los cruceros y las terrazas no auguran nada bueno en el caso barcelonés. La gestión de las autopistas, tampoco (el fin de los peajes, que tenía que ser el paraíso, se ha convertido en un infierno). Y creo que pronto nos arrepentiremos de la decisión de frenar la inversión en el aeropuerto.
En efecto, este verano lo petaremos todo.