Que la vergüenza cambie de bando

Estos últimos días, a las puertas del mes de noviembre, que se dedica justamente a reflexionar sobre la violencia contra las mujeres, varios hechos me han parecido especialmente sobrecogedores: la película sobre Nevenka; la que quizás no veremos sobre los abusos de los Jesuitas en Bolivia; las informaciones sobre los abusos sexuales de Errejón, un hombre que parecía íntegro y comprometido con la causa feminista. Todo esto no es nuevo, pero tomado así, de repente, y con el telón de fondo de unas guerras genocidas, hace pensar que, en vez de progresar, la humanidad retrocede hacia etapas de destrucción y crueldad que parecían superadas y que, desgraciadamente, se nos muestran totalmente vigentes y sin freno. ¿Cuántos horrores deberemos vivir todavía para darnos cuenta de que la civilización no es sino una apariencia en esta sociedad que se llama avanzada?

Dos aspectos me parecen especialmente brutales en el caso de las agresiones sexuales: uno, especialmente cuando proceden de gente que ha dado tantas lecciones de superioridad moral. Hablo de Errejón, ciertamente: ¡ah, pobre de mí, víctima de una sociedad malvada! Pero hablo sobre todo de la Iglesia y de los políticos de derechas que lo niegan y lo esconden todo, porque lo peor es la hipocresía. La Iglesia, que ha aterrorizado durante un par de milenios a hombres, mujeres y criaturas, invocando el pecado y prometiendo las llamas del infierno ante prácticas sexuales a menudo bastante inocentes; y que, al mismo tiempo, escondía los acosos de los suyos y los enviaba a países más pobres, con gente más desvalida que en Europa. No puedo entender cómo, ahora que lo sabemos, hay quien todavía confía a sus criaturas a escuelas religiosas, donde estas prácticas son más frecuentes y más ocultas que en otros tipos de escuelas. Es necesario que lo digamos alto y claro, ya es hora de que la vergüenza cambie de bando.

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El segundo aspecto perturbador es el de las formas de la sexualidad masculina. El caso de Gisèle Pelicot, una mujer tan valiente que no ha dudado en salir a explicar lo que le hizo su marido durante muchos años: drogarla y ofrecerla a quien quisiera aprovecharla. Y así lo hicieron más de 50 hombres. Hay algo de extremadamente perverso, en esa voluntad de posesión sin límites, sin oposición posible de una mujer, incluso destruyéndola moral y físicamente, si se puede. Cuando decimos “hacer el amor”, este eufemismo para referirnos a la relación sexual, subyace la idea de un placer compartido, de una relación que a través de los cuerpos expresa un latido común, un deseo de fundirse en el otro. Y siempre me ha parecido extraordinariamente poético que ese anhelo de fusión sea, justamente, lo que se realiza a través del nacimiento de un nuevo ser humano, que es literalmente la fusión de padre y madre. La naturaleza podría haber inventado miles de otras formas para reproducirnos, pero nos ha mostrado que sólo podemos pervivir a través del amor, es decir, de una colaboración y un disfrute compartidos, una lección por decirnos en qué condiciones puede crecer una nueva vida.

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Desgraciadamente, la dominación masculina lo ha estropeado todo, ya menudo la pulsión sexual nos remite a una posesión que nos acerca a la muerte más que a la renovación de la vida. Al leer la historia de Gisèle pensé enseguida en La casa de las bellas dormidas, la maravillosa y terrible novela de Kawabata, el primer premio Nobel japonés. La historia de una casa a la que van los hombres viejos para dormir con chicas vírgenes drogadas, en una posesión más simbólica que física, que les despierta el deseo de matarlas, de destruirlas, entre otras cosas porque ya ven la muerte cercana y no pueden soportar la idea de que esas chicas seguirán floreciendo al margen de ellos.

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El deseo de dominio masculino, que seguimos estimulando en los niños desde el nacimiento, implica a veces, al menos tal y como parece que se sigue experimentando, un deseo de destrucción del otro. Y esto se aplica a los bosques, a los animales, a la naturaleza, a los hombres y, evidentemente, a las mujeres, que somos las que estamos más cerca. Quizás sí que esta pulsión fue necesaria en la prehistoria, cuando las especies luchaban por sobrevivir y dominar la tierra; ahora, señores, esta pulsión nos está llevando a la destrucción de todo, a través de una naturaleza que cada día nos muestra más abiertamente que vamos por el mal camino, de unas guerras infames que buscan aniquilar a los contrincantes, de unas mujeres que ya no soportamos más la dominación absoluta.

Cada día es más evidente que, o conseguimos educarnos de otra manera, reconduciendo estos impulsos, o acabaremos siendo también agresivas, y caiga quien caiga. Porque cuando las bellas dormidas despiertan y aprenden a vivir en un mundo feroz, se acaba la empatía, la comprensión y el amor.