“¿Qué hacemos con el monstruo?”, se preguntaba la ensayista Claire Dederer en ¿Qué hacemos con el arte de hombres monstruosos? La lista es larga, Polanski, Picasso, Bill Cosby, Woody Allen… Hombres que, en palabras de Dederer, se portaron fatal y crearon genialidades. No hay soluciones ni respuestas conclusivas: el dilema autor vs. obra suscita más preguntas de las que zanja. ¿Cómo nos acercamos a la creación de alguien cuyas acciones nos repugnan o nos indignan, no ya a nivel racional, sino visceralmente? ¿Cómo tiñen el asco o la ira la experiencia artística?
Son preguntas que podrían hacerse a la luz del affaire Errejón. El escenario no es el mismo. Íñigo Errejón, a quien se acusa de acoso sexual y violencia machista, no es artista, sino político de primera línea, hasta hace unos días portavoz de Sumar, y una de las caras más visibles y significativas (hasta mesiánicas) de la última década política. No es artista, pero su figura ha encarnado una serie de valores y logros históricos para las izquierdas, y su personaje público ha vivido ante nuestros ojos un arco narrativo dramático, desde la ilusión del ‘Sí se puede’, pasando por la angustia de Vistalegre II, hasta este “final tan siniestro”, como se ha referido Pablo Iglesias a la dimisión del que fuera su compañero de luchas, y de espectáculos.
Cuando cae un referente artístico, no cae solo, es decir: no cae únicamente en tanto que individuo. A nuestros ojos, se destruye con él una suerte de refugio estético y emocional que nos abrigaba. En el arte encontramos sosiego, placer, conexión e incluso un sentido para las cosas. Una suerte de verdad propia. Por eso, el sentimiento de traición se vuelve tan insoportable al saber que un autor cuya obra no solo admiramos y disfrutamos, sino en la cual creemos, resulta ser un violador, un maltratador, un padre abusivo o un pederasta.
Errejón no es artista, sus obras no han dado consuelo o inspiración a ninguna lectora o espectadora, y su caída no pone en conflicto dos planos de la realidad, la vivida y la imaginada. ¿O sí? En una sociedad mediatizada por el exceso de imágenes, ¿qué diferencias sustanciales separan al político del poeta o, mejor dicho, del bufón? La atención mediática y el estrépito de las redes sociales han convertido el caso en una especie de circo, teatrillo del escarnio, de la revancha, el oportunismo, la espantada y el sálvese quien pueda.
La fórmula obra vs. autor es compleja de por sí, pero el caso Errejón multiplica las preguntas. ¿Dónde está la línea que separa la responsabilidad de la ejemplaridad? ¿No estará cayendo Errejón desde demasiado alto? ¿Por qué buscamos vernos reflejados en referentes, profetas, dioses encarnados que bendigan nuestras elecciones, ya sean artísticas o ideológicas? ¿Estamos perpetuando lógicas patriarcales al poner al agresor en el foco de la historia, trazando su conversión de héroe a villano, y alimentando la idea de que el machismo y la violencia son actos individuales, monstruosos, en lugar de síntomas de unas estructuras de poder colectivas? ¿Y las víctimas? ¿Sabemos si sienten algo parecido a la reparación, sabemos si la avalancha mediática y virtual está sirviendo como medida de justicia feminista?
La violencia sexual y el machismo organizan la sociedad en la que vivimos, condicionan nuestra realidad y parasitan nuestra imaginación. Inventar nuevas imágenes es una tarea constante. En el centro de nuestras conversaciones deberían estar conceptos como la reparación y la reeducación. El feminismo funciona en comunidad: la justicia empieza con una denuncia individual, pero sigue con una reacción conjunta. La víctima debe saberse creída y respaldada, pero no convertida en un ser desvalido, cuerpo por el que hablan otras voces. El agresor debe saberse reprobado, pero no proscrito de por vida. Debe existir la posibilidad de remendar el dolor, de afianzar las bases de la comunidad mediante el diálogo y el entendimiento.
Errejón no es artista. Ni referente, ni mesías, ni profeta. Ahora mismo, es una metáfora triste para hablar de algo que trasciende su caso particular. Debemos abordar la violencia sexual, la desposesión de autonomía de las mujeres, la apropiación de discursos feministas por parte de nuevas y viejas formas de puritanismo y pánico moral. Pero, sobre todo, debemos hacerlo permitiéndonos la incertidumbre, sabiéndonos desprovistas de fórmulas mágicas, y, aun así, aferrándonos a la voluntad de dirigir nuestras preguntas hacia un horizonte ético.