Todas las virtudes son de la juventud

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Fascistas en Barcelona.

Cuando Stefan Zweig viaja a Venecia una vez terminada la Primera Guerra Mundial es, por casualidad, testigo de una escena que le llama la atención: en un día de huelga y la plaza desierta, enseguida aparece un grupo de hombres en formación que caminan con un ritmo ensayado, cantando la “Giovenezza” y blandiendo palos contra los obreros que empezaban a manifestarse. Eran los primeros fascistas italianos que veía al escritor austríaco y los describe como “jóvenes”. Poco después, cuando Hitler no era tenido por más que uno de los muchos agitadores que surgían en la Alemania de la época, se fija en algunos grupos que surgen en dos localidades cercanas a la frontera, formados por hombres enfundados en botas altas, camisas marrones y un brazalete con la esvástica. Y de nuevo Zweig nos dice que son “jóvenes”. Es probable que si buscáramos testigos de otros movimientos reaccionarios y autoritarios encontráramos siempre hombres que apenas empiezan a afeitarse. En el cambio de régimen que se produjo en Irán en 1979, que primero fue una revolución contra el régimen del Sha y pronto se convirtió en una oscura teocracia, los jóvenes también tuvieron un papel importante. Asar Nafisi, que tiene unas memorias magníficas (Leer Lolita en Teherán) sobre este momento decisivo, explica cómo, en la universidad, con quien tuvo que enfrentarse para seguir dando clase fue con algunos de sus estudiantes, fanáticos partidarios de aniquilar todas las libertades. Más cerca yo he observado el fenómeno del fundamentalismo islamista en boca de hijos europeos de ascendencia islámica que se rebelaban contra los padres por considerarlos demasiado laxos y reivindicaban una religión “auténtica”, que no deja de ser un totalitarismo contrario a toda conciencia individual. De modo que nada hay intrínsecamente progresista en la juventud porque ideología, pensamiento y creencias no son fruto de la biología sino de la cultura y la educación.

Dice el dicho tantas veces repetido que “quien no es de izquierdas de joven es que no tiene corazón y quien no es de derechas de mayor es que no tiene cabeza”. Una afirmación muy romántica sin fundamento y que puede ser desmentida con infinidad de ejemplos como los citados anteriormente. Quizás porque, herederos del imaginario de Mayo del 68, nos hemos creído que los jóvenes tienen una tendencia innata a indignarse ante las injusticias y las desigualdades, ahora nos sorprende que haya tantos que depositen su voto en favor de las formaciones de carácter fascista que han ido surgiendo en toda Europa. O que ellos sean cada vez más machistas mientras que ellas son cada vez más feministas. Por cierto, atribuir al feminismo la penetración de la extrema derecha en la juventud masculina denota, precisamente, machismo del más rancio. Será que el movimiento por la igualdad ha engendrado la misoginia y no al revés. En realidad cada vez hay más mujeres con conciencia feminista porque se encuentran con unos compañeros de generación que se creen con derecho a ostentar privilegios solo porque son hombres o que niegan los feminicidios a pesar de la cantidad de cadáveres que son enumerados cada día en las noticias.

No, los jóvenes progresistas, partidarios de la igualdad y los derechos sociales, no nacen, se hacen. Y se hacen bajo la influencia de la cultura y la educación. Por eso, si se quieren conocer las raíces de ese movimiento reaccionario que a muchos ha cogido desprevenidos, debemos ir a estos dos pilares de la democracia. La cultura hegemónica (en sus producciones, no solo en los discursos aceptados) es todavía patriarcal y misógina y la educación que debe formar ciudadanos críticos llega a menudo mucho más tarde que los videojuegos, los youtubers o las redes sociales. Si queremos frenar el fascismo ahora y hoy y aquí, todos los esfuerzos deberían dedicarse a estos dos puntales: educación y cultura, educación y cultura.

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