Vivir en Baleares: más allá del paraíso perdido
El otro día escuchaba el programa Que no salga de aquí en la radio. Hablaban de los lugares donde habían ido de vacaciones algunas personas famosas y Juliana Canet, una de las presentadoras, exclamó: "¡Todo el mundo está en Baleares!" Y sí, todo el mundo está en Baleares. Lo que ocurre es que no todo el mundo está de la misma manera.
Tolstoi escribió que todas las familias felices se asemejan, pero que cada familia desdichada lo es a su manera. Y en las Islas se produce un fenómeno similar. Por un lado, existen colectivos hermanados por un mismo estilo de vida; una forma de ligereza feliz ligada inexorablemente al hecho de tener dinero, propiedades, acceso a los lujos. Por otro lado, nos encontramos todo un catálogo de precariedades que abarcan generaciones, profesiones y situaciones bien diferentes pero con un denominador común: el mismo territorio que acoge el primer grupo con los brazos abiertos expulsa a esta población heterogénea sin remordimientos ni vergüenza.
En este escenario ni siquiera tienen cabida la nostalgia o los lamentos poéticos en torno al paraíso perdido. La emergencia es tan insostenible que las protestas por las playas llenas de gente o por las carreteras masificadas ya empiezan a parecer una queja menor junto al drama para acceder a la vivienda, al igual que hace unos años nos indignábamos para que les restaurantes no tenían las cartas en catalán –pero sí en alemán, inglés, ruso– y ahora esa indignación suena a pataleta de filólogo, a terquedad de residente caprichoso.
Concesión tras concesión, en las Islas hemos ido digiriendo los agravios hasta normalizarlos. Hemos normalizado que abandonar la isla para ir a estudiar fuera pueda significar no vivir nunca más, o que quienes vuelvan estén destinados a vivir a casa de padres oa compartir piso con extraños más allá de los 30 e incluso de los 40. Hemos normalizado que muchas familias malvivan dentro de un piso diminuto –o un garaje reconvertido– porque les sale más rentable alquilar su antigua casa a los extranjeros, y hemos normalizado el conflicto entre cuestionar si esta forma de hacer es adecuada, si es necesario lar a la responsabilidad individual o si dejarlo todo en manos de la responsabilidad individual es una manera de liberar a los gobiernos de hacer su trabajo: si ser curado en el hospital no depende de la generosidad del médico, quizás vivir dignamente no debería depender de la conciencia cívica del vecindario. Hemos normalizado que Ibiza y Formentera tengan serias dificultades para encontrar personal médico y docente que quiera ir a vivir, y hemos normalizado decir adiós a profesores que se van unos años a Ibiza como quien antes despedía a los compañeros que partían hacia la guerra. Allí destinarán el sueldo a un piso compartido entre cinco hasta que vuelvan a Mallorca y destinen el sueldo a un piso compartido entre dos.
Y mientras los residentes se manifiestan contra normalizar tanto, los turistas ven la manifestación y hacen fotos por si acaso aquello es una expresión folclórica de aquella tierra que sienten suya y que, en cierto modo, ya lo es.