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Scholz, Von der Leyen y Macron en una imagen de archivo del Consejo Europeo sobre los Balcanes.

«El mundo son los restos de un naufragio»
GK Chesterton

El último ciclo electoral deja unas cuantas paradojas entrópicas sobre el alcance del desorden local, europeo y global. El mismo domingo de las elecciones catalanas, después de que bajo un viernes de rigor Jordi Pujol reapareciera en vídeo para apoyar a Junts, me encontré, con el primer café madrugador, con un artículo de Francesc Cabana, su cuñado. Reconozco que tuve que comprobar dos veces que no me confundía y que lo firmaba él, cofundador de Banca Catalana con el expresidente y autor, hace años, del libro La agonía del capitalismo. Y no, en ese artículo no había ningún error ni en forma ni en fondo. Desde el título –"Sobre el capitalismo"–, pasando por lo que se decía –"hay que revisar el capitalismo y buscar una solución más ética [...] o nos estrellaremos contra una pared"– y hasta la conclusión final: "el sistema económico actual no nos lleva a ninguna parte". No son pocas las voces que, cada vez más y desde dentro, constatan razonadamente la obsolescencia, la inviabilidad o la insostenibilidad de un modelo ludópata, caníbal y desbocado.

Un mes antes de esa contienda electoral, donde el independentismo se levantaba con 74 diputados y se acostaba con 59 fruto de una autoderrota previsible, un alto directivo de Exceltur –lobi, gremio y alianza por la excelencia turística– asumía abiertamente que el turismo había tocado techo en Barcelona, ​​que se frotaba la saturación y, entre líneas, que no cabían más extralimitaciones –porque todo tiene límites y, desde múltiples perspectivas, el turismo ha ido demasiado lejos, ser un país low cost sale carísimo y los costes económicos, sociales y culturales son infinitos. El vicepresidente de Excelsur, José Luis Zoreda, añadía un corolario: "El crecimiento por el crecimiento puede ser contraproducente". Isidro Fainé lo dijo hace dos años: "El crecimiento económico sin equidad es una inmoralidad". Aunque lo digan tres voces tan poco anticapitalistas como éstas, el sistema sigue funcionando a todo trapo y arrasando con todo. Lo que no cambia tras cada fiesta de la democracia –ni hay previsión alguna que cambie a corto plazo– son las órdenes diarias de desahucio –23 al día en Catalunya– ni las subidas de precio del alquiler en Barcelona ni la negativa de Junts y el PSC a regular los pisos de temporada. Pero, certificando el desaguisado, los de arriba miran abajo constantemente –mucho menos que los de abajo arriba.

Aquellas elecciones catalanas específicas anticiparon, en cierto sentido general, los resultados de las europeas: una corriente de fondo turbio donde las esperanzas reiteradamente frustradas, la cancelación del futuro y la larga y agotadora espera por salidas democráticas que nunca llegan. han traducido en agro democrática, retroceso de las izquierdas, refuerzo evidente de los partidos sistémicos y auge histórico de una ola ultra que gavilán. Sabemos que daremos rodeo –y ya sabemos que ha empezado hace tiempo, pero no sabemos cuándo ni cómo acabará, hace pinta que va por largo y más nos valdrá espabilar para acortar los malos tiempos que vienen–. El desplazamiento diestro era tan evidente y previsible que no nos ha sorprendido, no teníamos ninguna otra previsión, y me temo que muchos sabíamos, a la luz de las oscuridades que nos asedian, que este lunes nos quitaríamos en peor lugar. Así fue. Y todavía hay quien ha respirado aliviado –como si Ucrania o Palestina no siguieran allí–. Porque se ve que ha sido un drama pero sin llegar a tragedia. O más bien: porque el drama ha obturado, o simplemente retrasado, la tragedia mayor que se cueva por doquier. Paradojas electorales, es para alquilar sillas ver a Von der Leyen, tomada por la euforia, renunciando de repente a lo que más repitió en campaña: que se abría a pactar con la extrema derecha. Obviando que, comprando por adelantado parte de la agenda ultra, ha aprobado un vergonzoso pacto de migración y asilo y ha hecho retroceder la exigua agenda verde que pregonaba.

Sin embargo, Ursula ha dicho otra cosa realmente sorprendente y disonante: que garantizaría la estabilidad contra los extremismos de derecha y de izquierda, como si estuviéramos en la República de Weimar y agitara de forma inverosímil la falsa teoría de los dos demonios. ¿A qué extremismos europeos de izquierda debe referirse? ¿Dónde vive? ¿O qué caray interpreta por extremismo izquierdista? ¿Las monodosis tímidas y las píldoras escasas de lo que queda de la socialdemocracia europea que tras derrumbar el hospital sale en defensa del paciente? Muchos han dicho, como aliviados, que por suerte todo sigue igual, dado que conservadores, liberales y socialistas mantienen el carril central de la empresa europea –más empresa que otra cosa, desgraciadamente–. Pero si todo sigue igual, ¿no se dan cuenta, en su ceguera, de que esto también significa, precisamente, que las extremas derechas seguirán subiendo?

Sí, existe un desplazamiento derechista global y la única revolución en marcha es oscura, ultra y neoliberal. Sin embargo, antes ha habido un desplazamiento tectónico previo que ha abonado el terreno: el desplazamiento hacia casa, hacia la indiferencia, hacia la desconfianza, hacia la incomparecencia. Que la gente abandone la política y huya a casa –o hacia la serie o hacia el sofá o hacia el consumo– es también un objetivo central de las fuerzas más brutas y brutales del mercado. Fuera obstáculos –y la democracia lo es–. La perversión es que el problema central radica en que los que ahora corren a decirnos, tarde y mal, que debemos salvar la democracia, son los que durante décadas se han empleado duro en cargársela. Deberían haberle salvado en Grecia en el 2009, pero habrá que recordar que fue Zapatero quien aprobaba el mayor recorte antisocial desde el final de la dictadura a raíz de la crisis de 2008. Lo que dijo Thatcher tan cauciosamente cuando le pidieron cuál era su gran victoria y respondió, lacónica: Tony Blair. La fascistización social es la revolución de los ricos, el orden caníbal de zamparse a quien tengas al lado por si acaso, la llamada hostil a una guerra civil cobarde contra los más perseguidos, la vandalización de una juventud que acabará creyendo que vive en un videojuego y la consagración de la entropía como destino. Si Chesterton tenía razón –y tenía– y el mundo siempre son los restos de un naufragio que hay que conservar, vivir democráticamente será, por ahora, vaciar cubo a cubo el agua que cae a chorro por todas partes y que prueba de hundir la barcaza. Desde su casa no se vacía. Serán necesarias manos. Muchas. Y bien coordinadas.

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