Vivir en una dictadura
Todos estos que encuentran bien vivir en una dictadura no es que tengan ganas de ser sometidos, reprimidos o castigados si no hacen o no son lo que toca. Es que consideran que ellos hacen –y son– lo que toca y que, por tanto, en una dictadura ellos serían, en todo caso, parte de los represores y no de los reprimidos. Por eso les gusta la idea: no son idiotas. Se imaginan que se sacudirían de encima unos pocos indeseables.
Son los hijos de aquellos que, hace varios años, consideraban, entre los indeseables, los gays y las lesbianas. Aquellos, por supuesto, encontraban "divertidos" a los transexuales, siempre que se dedicaran al espectáculo ya la prostitución, dos actividades que, bajo control y lejos de sus hijas, les parecían correctas. Sus hijos, hoy, ya consideran a los gays (las lesbianas, sólo si son tenistas) una parte de la sociedad. En sus partidos políticos, tan amantes de la recta vía, existen, como en todas partes, gays y (algunas) lesbianas. Y los hijos, a diferencia de los padres, con esto "son tolerantes" (es una expresión que siempre me ha parecido de una suficiencia superlativa). Quiero decir que la vida pone las cosas en su sitio y un día los hijos de los hijos "no se quejarán" de los catalanes, los transexuales o los comunistas. Hay cosas, sobre todo si son divertidas, que no se pueden prohibir (el alcohol, la homosexualidad, las lenguas...), porque uno, por mucho que te lo dicte cualquier dictador, hace lo que quiere, a escondidas oa la luz del día.
Todos los extremos, los zurdos y los diestros, tienen cosas ridículas, divertidas, terribles e incluso loables. Lo que tienen en común todos ellos es un sentido estricto de la moral. Ante esto, una servidora sólo tiene un remedio: el individualismo más feroz y el humanismo más feroz. Yo no quiero mandar, ni que me manden.