Xavi como síntoma

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Palacio de la Generalidad.

Ahora que los vientos son ya más favorables es quizás el momento de decir –sin parecer un oportunista– que lo que ha hecho más frágil al entrenador del Barça, Xavi Hernández, es presentarse sistemáticamente como víctima de fuerzas fuera de su control . Los árbitros, el estado del césped, los recursos económicos del club, los medios de comunicación, las lesiones o el entorno.

De una u otra forma, siempre se está quejando, incluso cuando las cosas funcionan y van bien al terreno de juego, con una tendencia al victimismo que traslada inseguridad y nerviosismo.

En este sentido –y sólo en ese–, Xavi no es, hoy, un buen referente ni un ejemplo a seguir. No deberíamos permitir que esta imagen de poco ánimo, de ausencia de pensamiento crítico y de falta de confianza en los resultados fruto del talento, el liderazgo, el esfuerzo y el trabajo fuera también la que caracterizara a Cataluña como país.

En el contexto europeo, en Cataluña tenemos motivos para estar orgullosos de lo que somos y de lo que podemos ser, y para no verbalizar de manera recurrente el discurso del agravio, aunque sea –¡y sin duda lo es!– legítimo y basado en hechos objetivos. Pero deberíamos modularlo, y no olvidar que si hoy en Catalunya las cosas no van bien hay parte de la culpa que es nuestra.

En el fútbol profesional, cuando alguien tan importante como el entrenador exhibe de forma vehemente su queja constante, las consecuencias son contraproducentes. En primer lugar, por la triste imagen de impotencia y de cascarrabias cabreado que proyecta (él y el club al que representa). Y, en segundo lugar, porque, de hecho, protestar así y ante las cámaras conduce únicamente a generar anticuerpos, a hacer más difícil la victoria ya dar una excusa a los jugadores para bajar los brazos y sumarse al “ así no hay nada que hacer”.

En Catalunya (y quizás también en el Barça), el discurso del agravio, del reproche y de la queja está justificado. Pero de tanto practicarlo, cuando toca y cuando no toca, ha dejado de tener su fuerza y ​​convicción.

Siempre he defendido para nuestro país una fiscalidad justa, que permita mantener un estado del bienestar robusto y que contribuya decisivamente a tener el ascensor social engordado ya ampliar las oportunidades de las personas con menos recursos.

Las sociedades son imperfectas y tienen diferentes grados de injusticias; incluso las sociedades con estados de bienestar sólidos, que nosotros estamos todavía lejos de alcanzar. Por eso es tan decisivo disponer de una fiscalidad que cumpla su misión esencial de redistribuir recursos y oportunidades a favor de quienes menos tienen. Ahora bien, es necesario hacer compatible este objetivo con no castigar a las clases medias trabajadoras ni desincentivar a los pequeños empresarios, porque conforman los fundamentos que han construido la nación y que han hecho posible que Cataluña haya sido, en algunos momentos de la historia reciente, líder y espejo para muchos estados de Europa. Cataluña debe saber encontrar, con gobernantes preparados, competentes y responsables, este punto medio aristotélico del justo equilibrio entre la fiscalidad del país, el gasto público y las inversiones estratégicas, pensando en hacer obra de gobierno a medio y largo plazo como si fuéramos un estado. Por eso, necesitamos revisar la presión fiscal a los ciudadanos y las empresas, y tener un modelo tributario que invite a la creación de riqueza ya la justicia social.

La aritmética parlamentaria, la casualidad y la providencia han configurado hoy un mapa político con el que está en nuestras manos –más que lo había sido nunca– forzar la máquina para conseguir la financiación que Catalunya merece y necesita con urgencia. El déficit fiscal, endémico, y la inejecución de inversiones del Estado, crónica, persisten. Pero mientras no lleguen la negociación y el acuerdo que alivie esta situación injusta, el discurso del agravio no puede ser el único mensaje que proyectamos desde Catalunya.

El gobierno de Catalunya tiene margen de maniobra y tiene también una inmensa responsabilidad en las decisiones que toma, en las que no toma, en el estado anímico del país, en su autoestima y en alimentar la confianza de ser capaces de hacer grandes cosas, o de salir cabizbajos y derrotados desde casa.

La catástrofe en la enseñanza, el deterioro de la sanidad, la absoluta inacción durante muchos años en energías renovables y en planes contra la sequía o la progresiva hipertrofia de la burocracia son cuestiones que quizás irían mejor si tuviéramos una mejor financiación . Pero también podrían, seguro, ir mejor con una gestión más aseada, más competente y más eficaz.

No todo es culpa de los demás.

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