"Somos un cero a la izquierda, no interesamos a nadie": 24 horas con un sintecho en Barcelona
El ARA acompaña durante toda una jornada a Fran Mora, un hombre de 62 años que hace casi once que vive en la calle
BarcelonaA las seis y diez minutos de la mañana, las farolas del paseo de Sant Joan de Barcelona se apagan. Empieza a despuntar el día. Fran sigue durmiendo en un parque infantil, estirado de lado en el suelo sin nada que le amortigüe de la dureza del pavimento. Solo una mochila le sirve de almohada para apoyar la cabeza. Un poco más allá, otro sin techo descansa sobre un banco. La ciudad también sigue medio dormida: apenas circulan vehículos e incluso se oye el cantar de los pájaros.
Fran se despereza a los pocos minutos sin necesidad de despertador y a pesar de que se puede decir no tiene nada que hacer en todo el día. Guarda en la mochila una camiseta que había extendido en el suelo a modo de esterilla y empieza a caminar en dirección al barrio del Raval. “Normalmente me lavo la cara en una fuente”, dice señalando con el brazo un lugar indeterminado en el paseo de Sant Joan. Y lógicamente orina en cualquier parterre que encuentra por el camino. Hoy, sin embargo, prefiere guardar las formas, por eso de que le sigan a todas partes un fotógrafo y una periodista. El ARA le acompañará durante casi 24 horas para mostrar qué supone no tener un techo en Barcelona. ¿Dónde come? ¿Dónde se lava? ¿Dónde va al lavabo? ¿O dónde hace cosas aparentemente tan simples como cargar el móvil?
Francisco Manuel Mora. Ése es su nombre completo. Es de un pueblo de Sevilla, tiene 62 años y hace casi once que vive en la calle. Tiene la piel castigada por el sol, casi no le quedan dientes en la boca, lleva barba de tres o cuatro días pero viste ropa limpia. Carga a todas partes una mochila. “Llevo ropa, papeles del médico, tabaco, el cargador del móvil, unas chancletas… De todo, menos millones”, afirma con sarcasmo. Habla por los codos y a veces se va tanto por las ramas que es difícil seguirle el hilo.
“Yo vivía como cualquier persona que trabaja. Tenía un piso de alquiler, un coche, una bici y una perra”, resume así su vida de antes. Asegura que cotizó durante 26 años: trabajó en una fábrica de puertas, en el campo, en una granja, limpiando calles e incluso, como él dice, “desatascando mierda”. Pero se quedó sin trabajo con la crisis y ahí empezó su desgracia. “Tenía 52 años y con esa edad ya no te contrata nadie”, lamenta. Vendió el televisor, la Tablet, el ordenador, una máquina de escribir, joyas… Hasta que ya no le quedaron más cosas para vender y no tuvo más remedio que instalarse en la calle porque no podía continuar pagando el alquiler del piso. “En ese momento estás bloqueado, se te viene el mundo abajo y piensas que, cuanto menos gente lo sepa, mejor. Un amigo te puede acoger durante un mes pero después te tienes que buscar la vida”. Sobre su familia, prefiere no hablar. Dice que tiene un hijo que vive en Londres, pero que no sabe que se ha quedado sin techo.
En la Gran Vía, de camino al Raval, hay otros sintecho en los bancos. Es increíble el montón de gente que se ve durmiendo en la calle a estas horas. En la plaza de Terenci Moix, Fran se para un instante para entrar en un lavabo público. Está bastante limpio aunque, según dice, en estos aseos es fácil encontrar jeringuillas tiradas en el suelo. Sabe a la perfección dónde están todos los lavabos públicos en el centro de Barcelona y también dónde conseguir comida. “Ahora iré al alemán a desayunar”, comenta.
“El alemán” es un comedor social en el Raval impulsado por un pastor evangélico de Alemania y que tiene un nombre tan llamativo como El Chiringuito de Dios. A las ocho de la mañana ya hay una quincena de personas en la puerta haciendo cola. Algunas es obvio que duermen en la calle o que consumen droga: como el hombre que carga dos grandes bolsas o el joven de ropas malolientes y cara de zombie. Otras, sin embargo, nunca esperarías encontrarlas en un lugar así. Por ejemplo, hay una chica que escucha música con unos auriculares y que a simple vista parece una joven normal y corriente.
Cuando le toca su turno, Fran recoge lo que le dan: un bocadillo de queso, dos croissants pequeños y un café con leche. Y va a comer en un banco a una plaza cercana. Allí hay mucha más gente desayunando, como si fuera un gran comedor social al aire libre. Todos han ido a buscar comida al mismo sitio.
“Nosotros somos un cero a la izquierda, no interesamos a nadie”, se queja Fran que, confiesa, se siente “asqueado” de estar siempre en la calle. Después de desayunar, va a Arrels Fundació, una entidad que se dedica a ayudar a personas sin techo y que tiene la sede allí cerca. En Arrels Fran carga la batería del móvil y descansa un rato sentado en una silla bajo unos grandes ventiladores que hay en el techo. También allí se ducha tres veces a la semana, le dan ropa limpia y guarda en una consigna una gran bolsa donde tiene la mayoría de sus pertenencias. Asimismo hay wifi, lavabos limpios y agua fresca, con la que Fran puede llenar una cantimplora que dice que encontró olvidada en un parque. El problema es que la sede de Arrels no está abierta todas las horas del día, ni tampoco festivos ni fines de semana. Lo mismo ocurre con la mayoría de comedores sociales. Es decir, los sábados y domingos que son los mejores días de la semana para la mayoría de los mortales, para él son los peores.
A las 11.30 horas las monjas de la plaza Sant Agustí también reparten comida, y Fran va a ver qué le dan: otro bocadillo de queso, otro croissant, un bol con lentejas y una manzana medio podrida. Media hora más tarde, el alemán vuelve a abrir el comedor social y Fran también acude allí. Esta vez se lleva un bol de espaguetis con un huevo duro y una manzana que, en este caso, sí que está en buenas condiciones. Se sienta a comer en la Rambla del Raval y pasa allí varias horas. Por suerte, ha encontrado un asiento en la sombra y también corre un poco de aire. Cuando Arrels vuelve a abrir, Fran vuelve a ir un rato a cargar el móvil y a sentarse bajo los ventiladores. Su cara de tedio es evidente.
“Yo a veces hablo con las palomas”, explica Fran, que dice que, a parte de echar de menos tener una casa y salir a la calle solo cuando le apetece, también añora “tener vida social con gente normal y corriente”. “A veces hay gente caritativa que se para a hablar conmigo. Pero la mayoría cree que todos los que dormimos en la calle somos borrachos”, lamenta.
También asegura que a él le “encantaría trabajar”. De hecho, enseña con orgullo una foto que tiene en el móvil y en la que se le ve con un chaleco de color amarillo fluorescente. Es de hace escasas semanas. Trabajó como vigilante en el Primavera Sound. “Un amigo me llamó y me dijo que, si quería trabajar, me presentara al día siguiente con pantalón, camisa y zapatillas negras”, relata. Así que se fue a un chino y se compró la muda completa. Fran cobra un subsidio de 460 euros al mes y, por lo tanto, tiene dinero para pequeños gastos. Pocos días antes se había cortado el pelo él mismo en Arrels con una máquina y tenía buena presencia. El horario de trabajo en el Primavera Sound era cuatro de la tarde a las siete de la mañana, y eso sí que era un fastidio. Si dormir en la calle de noche es difícil, dormir durante el día, con todo el ruido, es casi imposible.
Sin ocupación
El director de Arrels, Ferran Busquets, explica que “la gente necesita tener el tiempo ocupado” y que, por eso, desde la fundación han impulsado un programa ocupacional para personas sintecho. Pero los recursos de Arrels son limitados: en Barcelona viven más de 1.100 personas en la calle y la fundación atiende una media de 306 personas al día entre todos sus servicios y programas, según datos de 2021.
“Por nuestra experiencia, sabemos que cuando una persona sale de la calle empieza a cuidar de su salud o a querer dejar el alcohol”, sigue explicando Busquets, que considera que realmente hay esperanza y que se puede sacar a una persona de ese pozo. Pero el primer paso es que tenga un lugar donde vivir y eso precisamente es lo que tanto falta. Entre el 80 y el 90% de las personas sin techo de Barcelona son hombres, tienen una media de 43 años y llevan viviendo en la calle un promedio de cuatro años y ocho meses.
A las seis de la tarde la Comunidad de Sant Egidi también reparte comida en el Raval los martes y los jueves, y Fran va a cenar. Allí hacen cola muchas de las personas que ya estaban en el alemán por la mañana o en las monjas al mediodía. Es como un tour de la pobreza, en el que siempre ves las mismas caras. “Yo ahora me voy a la calle Olmos a comer”, dice un hombre que acaba de salir de cenar en la Comunidad de Sant Egidi. En la calle Olmos hay otro comedor social. “¿Pero cómo vamos a ir allí si acabamos de comer aquí?”, le replica una mujer. “Dan carne con salsa. Eso no se ve todos los días. Si no tienes hambre, te la llevas”, contesta él.
A última hora de la tarde Fran deambula un rato por las Ramblas y después charla con tres amigos que se encuentra cerca de las Drassanes. Cuando está con ellos, parece otra persona: se le ilumina la cara. Pero cuando anochece, sus amigos se van a dormir a casa y Fran continúa en la calle. “En el Raval no me quedo porque aquí de noche te roban hasta el apellido”, comenta antes de volver caminando al paseo de Sant Joan con la mochila que ha cargado durante todo el día, una bolsa de plástico con las lentejas y un bocadillo de queso que aún no se ha comido y su cantimplora.
De camino, pasa por delante de uno de los bloques construidos con contenedores por el Ayuntamiento de Barcelona y que tanta controversia suscitaron. Se queda plantado delante mirando la fachada y suspira: “Me encantaría tener un piso de esos”. También dice que se “apuntaría el primero si encontrara una habitación por 200 euros”. La podría pagar perfectamente con su pensión. Pero, según dice, en Barcelona las habitaciones de alquiler cuestan 300 o 350 euros al mes y, si valen menos, es porque hay chinches.
“Vosotros tenéis suerte porque ahora, cuando lleguéis a vuestra casa, podréis ducharos”, dice a los reporteros cuando se despide hacia las diez y media de la noche. Y tiene razón. Tras todo un día en la calle, es lo que más apetece: es imposible no sudar y que la piel te quede impregnada de porquería por la polución. Esta noche Fran no dormirá en el parque infantil, sino en el porche de un edificio porque ha llovido. Lo sorprendente es que tras días y días, meses y años en la calle, no haya perdido todavía la cabeza.