Educadores sociales al límite: "Hemos normalizado las agresiones y amenazas de los menores"
Unos 200 profesionales denuncian la precariedad laboral y la sobrecarga laboral en los centros de justicia juvenil y de la DGAIA
BarcelonaEl asesinato de una educadora social de un piso de justicia juvenil en Badajoz en manos de tres de los chicos ingresados ha encendido los ánimos de los profesionales catalanes. Este miércoles por la mañana se han concentrado ante los puestos de trabajo y por la tarde lo han hecho en la plaza de Sant Jaume de Barcelona, en una convocatoria del Colegio de Educadoras y Educadores Sociales de Catalunya (CEESC) que ha atraído a casi 200 personas. "No nos extraña lo ocurrido en Badajoz", exclamaba un profesional que trabaja en un centro de acogida, "el embudo" por donde pasan los menores desamparados bajo la tutela de la dirección general de Atención a la Infancia y la Adolescencia (DGAIA) antes de ser derivados al recurso definitivo. "Hemos normalizado muchas situaciones complicadas, agresiones y amenazas", aseguraba Noèlia.
La mayoría de los manifestantes coincidían en señalar la "falta de apoyo" de la administración pública (concretamente, de los departamentos de Derechos Sociales y Justicia) y de las entidades y fundaciones privadas contratadas para la gestión de los centros y pisos tutelados. En la concentración se han gritado consignas para exigir "más seguridad", y en el manifiesto del CEESC que se ha leído se denuncian la precariedad y la inestabilidad de los contratos, la exposición cotidiana a situaciones de riesgo y el poco reconocimiento social de la profesión.
Los educadores explican que las bajas laborales y la gran movilidad por las duras condiciones hacen que en las plantillas de muchos centros a menudo haya "sustitutos de sustitutos de sustitutos", como decía Joan. Esto se traduce en que el personal no está suficientemente formado para tratar con menores que llevan "mochilas" vitales muy duras, o que han cometido algún delito.
Las ratios de un educador cada cinco menores apenas se cumplen, sostienen los profesionales. Primero porque las plantillas no siempre están completas, porque estos profesionales deben realizar el acompañamiento al menor a médicos, psicólogos ya las actividades y, por tanto, el resto que se quedan están por debajo del ratio. En los turnos de mañana, noches y fines de semana hay menos profesionales asignados y, además, no todos los centros tienen personal de seguridad.
Del relato que hacen los educadores se extrae que cada día existe alguna situación complicada, que se supera –subrayan– por la "vocación". Elvira explicaba que a lo largo de su carrera ha vivido agresiones, tirones de pelo, escupitajos y también amenazas graves. Varios educadores hablan de motines, de sillas que vuelan por el aire, y una de las profesionales resume un sentir mayoritario: "Cuando vas al trabajo piensas que vas a la guerra, no sabes qué vas a encontrarte e incluso alguna vez piensas que lo único que se puede hacer es abrir la puerta", decía.
Las educadoras más veteranas señalan que a lo largo de los años han variado los perfiles de los menores atendidos: constatan una mayor prevalencia de trastornos mentales y problemas de adicciones, que se ven agravados por el hecho de que no hay suficientes centros especializados para estos adolescentes y, por tanto, deben mezclarse. Tampoco existen plazas en hospitales psiquiátricos infantiles ni citas para los centros de salud mental. Las unidades terapéuticas "no dan abasto", afirma un educador, que advierte que, además, las enfermeras y los psicólogos deben dedicar mucho tiempo al papeleo.
En los Centros Residenciales de Educación Intensiva (CREI) –que atienden a estos perfiles más complicados– tampoco tienen suficientes manos para una buena atención y básicamente acaban centrándose en la "contención emocional y física" de estos menores. "Siempre estamos al límite", afirmaba otra de las concentradas. Un grupo de educadoras jóvenes que trabajan en un centro abierto (donde los menores con deficiencias socioeducativas pasan las tardes) explicaban que también han vivido situaciones delicadas y, encima, se sienten "despreciadas" por otros servicios sociales.