Una advertencia inicial: durante los últimos 25 años he vivido en Nueva York, Roma, Jerusalén, París, Buenos Aires y Madrid. Y, a ratos, en Barcelona, donde tenía una vivienda que ya no tengo. Soy, por tanto, un barcelonés de paso. Por razones de edad soy también un barcelonés antiguo, nacido y escolarizado en una ciudad industrial, desordenada e indócil, ajena al olimpismo y la posmodernidad. Puestos a decirlo todo, no me gustan ni las palmeras, ni las ferias, ni los congresos.
A principios de este siglo me sorprendía el trasiego de maletas por las calles barcelonesas. El centro urbano me recordaba el vestíbulo de un hotel: gente que iba y venía cargada con el equipaje. Cosas del turismo. Mis amigos extranjeros hablaban maravillas de Barcelona, y qué iba a decir yo: que sí, que había playa, que se comía bien, que si Gaudí, que si el Modernismo.
Para qué contarles que a mí me parecía bonita La Pedrera cuando tenía parte de la fachada cubierta con el cartel de un bingo. Una aberración, ya sé. Una aberración que demostraba, en cualquier caso, que los barceloneses andábamos ocupados en cosas más importantes que el cutis de las fachadas: aún no había clientes esperando en el salón.
Ahora, en 2025, cada vez que estoy en Barcelona sigo pensando en un hotel. Pero ya no por la abundancia de turistas y maletas, sino por el trasiego de habitantes. Muy pocos de mis amigos de Barcelona siguen viviendo en Barcelona. Ay, los precios. Las caras del paisaje urbano son distintas.
No hablo, por supuesto, de esa “gran sustitución” que invoca la ultraderecha para profetizar un futuro en el que andaremos por ahí con chilaba, sino de una transfusión demográfica generalizada: en el piso que fue de mi tía Juanita (es un ejemplo) reside hoy un exitoso informático noruego; en el de mi tía Pepita, una simpática familia ecuatoriana; en el de mi amigo Jordi, un señor de Lleida que hizo fortuna con varios restaurantes. Sospecho que casi todos los demás pisos se alquilan por días a los turistas.
Por eso hablo de hotel. Porque la población es (como en otras ciudades que se gentrifican y se someten al turismo, pero a una velocidad superior) movediza y efímera. Porque los habitantes más o menos fijos tienden a refugiarse en su pequeño rincón y solo utilizan las zonas comunes en caso de necesidad imperativa: como decía aquel gran maestro del béisbol y la paradoja, Yogi Berra, ya nadie va a ciertos barrios ni a ciertas Ramblas porque hay demasiada gente. Y porque ha ido desvaneciéndose el sentido patrimonial que caracterizaba a los barceloneses: la ciudad sigue siendo de alguien, supongo, pero muchos no la sentimos nuestra.
Permitidme otra nota de mal gusto: la última vez que reconocí Barcelona en Barcelona fue el 18 de octubre de 2019. Me refiero a Urquinaona. Ese estallido de furor, ese choque de contradicciones entre la urbe, la comarca y un poder lejano, ese furor adolescente y nihilista, esa rabia policial tan históricamente típica en la que fue llamada la Rosa de Foc, me pareció un eficaz alegato contra el cofoisme de los gerentes de la ciudad-hotel. Y un recordatorio de que existen alternativas al hedonismo melancólico.
No me siento capaz de opinar sobre si Barcelona está en decadencia. Depende del punto de vista, depende de con qué se compare, depende del pasado que cada uno recuerde y depende de a dónde queramos llegar (si es que queremos llegar a alguna parte). Barcelona, ponte guapa, dijeron. ¿Para quién? Y, sobre todo, ¿para qué?