"Recorrí las cloacas hasta que la corriente me escupió en el mar"

Una chica que fue arrastrada por la riada de 1990 busca ahora las personas que la ayudaron

Maritza García
5 min
“Vaig recórrer les clavegueres fins que el corrent em va escopir al mar”

PREMIÀ DE MARNo siempre, las borrascas traen sólo imágenes de dolor y devastación. Hace treinta años, Cataluña amanecía con la noticia de una niña que sobrevivió de manera asombrosa al arrastre de la riada de Premià de Mar en el Maresme. La furia del agua la empujó todo un kilómetro hasta mar abierto, trayecto que tuvo que pasar por 500 metros sumergida en las cloacas. Una vez en la profundidad del mar, logró sortear la inmensidad de las olas y, ya cuando la daban por muerta, salió con sus propios pies a pedir ayuda.

Entonces Marta tenía trece años de edad, vivía en Barcelona y pasaba los veranos en Premià de Dalt. Aquella niña creció. Hoy tiene 43 años, se graduó en ingeniería química por la Universidad de Barcelona y actualmente se dedica a la gemología. Bajo el brazo lleva los recortes de prensa de ese 6 de agosto de 1990. "Mira este es mi padre", enseña la fotografía al reencontrarse con él, tras hundirse el auto en que viajaban.

—¿Te apellidas Riera? Es como una broma ¿No?

—Sí, lo sé.

Marta señala el letrero de la calle donde ocurrió todo: Riera de Premià. Una risa aparece en su rostro, de quien no oculta la ironía de llevar en el apellido la aventura que marcó su niñez. Con el ánimo de reconstruir aquella odisea, se planta frente al polideportivo donde esa noche asistían ella y su padre a un partido: "Eran como las doce de la noche y en Premià de Dalt son famosos los partidos de fútbol sala. Ese día por mal tiempo no se pudo llevar a cabo en la cancha abierta de Sant Jaime y se jugó aquí en el polideportivo de Premià de Mar. De pronto la tormenta rompió un cristal y el partido se suspendió. Cuando salimos del lugar y subimos al coche, mi padre pensó que podía cruzar la Riera, aún no había mucha agua, pero al intentar cruzar nos arrastró el agua. Mi padre me pidió que saltara por la ventana, pero de pronto, el coche dio dos vueltas de campana y quedamos atrapados. Quedó el coche así", señala Marta girando 90 grados la palma de su mano. "Yo quedé abajo y el agua empezó a entrar. Salí como pude. Afortunadamente el coche en el que íbamos, tenía el sistema manual de ventanillas".

Marta camina varios metros, hace el mismo recorrido que entonces, ésta vez seca y a pie. Se reconoce en el trayecto, aunque algo del paisaje urbano ha cambiado en estos treinta años. La brisa de invierno, fría y salada, le alborota el cabello al tiempo que camina decidida hacia la costa, una costa aún lastimada por el paso de la tormenta Gloria que se cobró trece muertos en toda España y tres en Catalunya.

Marta quiere encontrar a la familia que le ayudó cuando logró salir del mar. "Era un bar. Ya no existe, pero quizá alguien sepa algo. Me gustaría agradecerles lo que hicieron por mí ese día".

Antes de llegar a la Gran Vía, se detiene frente a un parque y continúa recordando: "Cuando logré salir del coche la corriente me arrastró y mi cerebro se puso en modo supervivencia. No pensaba en la muerte. Yo tenía muy buena condición física, jugaba tenis doce horas a la semana y era muy buena nadadora. Mi meta era llegar al mar. Sabía que en mar abierto estaría a salvo".

Aquella noche, mientras Marta era arrastrada por la corriente, su padre perdió el conocimiento y quedó atrapado en el auto. Cuando llegaron los bomberos a rescatarlo, él se negaba a salir. "Con la confusión no me vio salir y creyó que estaba sepultada. Me cuenta que despertó cuando una piedra rompió el parabrisas del coche. Habían entrado tantas piedras que cubrieron el asiento del copiloto donde iba yo. Mi padre quitaba las piedras buscándome desesperado y nada. Al final los bomberos lo convencieron de salir y lo llevaron al ambulatorio de Premià de Mar".

Mientras su padre Antonio Riera, se encontraba en el ambulatorio creyendo que su hija estaba muerta, la pequeña Marta había pasado lo peor: La violencia del agua la condujo montaña abajo. De repente la oscuridad: "Entré en un túnel de hormigón y no veía nada. ¡Eran las cloacas! Pasé por 500 metros de cloacas sin poder respirar. Fue muy angustioso y sólo me dejé llevar aguantando la respiración, hasta que la corriente me escupió al mar".

Una vez mar adentro, inmersa en la oscuridad del Mediterráneo y en plena tormenta, Marta se ubicó gracias a las luces de la carretera de la N-II.

—¡Imagínate! No sabía dónde estaba. Cuando vi las luces supe en qué dirección nadar. Lo que me ayudó mucho fue mantener la calma y no entrar en pánico. Mi carácter siempre ha sido muy sereno y también el deporte te hace ser muy competitiva—, señala Marta con voz pausada, mientras continúa su paso por el casco antiguo en busca de aquel bar.

—¿Cómo saliste del mar?

—Me saqué las deportivas. ¡Pesaban mucho! Nadé todo lo que pude en diagonal, porque la corriente no me dejaba nadar en línea recta. Tenía que luchar con las dos corrientes, la marítima y la que venía con la riada.

Combinando crol y braza para no agotarse y esquivando las gigantescas olas, Marta logró llegar a la arena con apenas algunos rasguños. Un milagro. Así, empapada y descalza cruzó las vías del tren hasta llegar a un bar sobre la N-II, donde pidió ayuda. No recuerda el nombre, pero sí la ubicación exacta.

—Es aquí—, apunta al edificio donde se encontraba el bar, justo en la esquina de Camino Real y calle de la Plaza.

Marta recorre con la mirada el edificio. No hay ningún comercio. Mucho menos un bar. A unos metros saltan los reflejos de una mar en calma, muy diferente a la noche de 1990, donde la tormenta se cobró cuatro víctimas mortales, cuando entonces, la mayoría de las rieras del Maresme aún no estaban canalizadas. "Quizá alguien sepa algo", comenta y entra en El Marina uno de los bares tradicionales de Premià de Mar, buscando alguna pista. La mujer que atiende sirve unas cervezas a un grupo de jóvenes y dice enfática: "No. Hace años que ya no existe".

Marta recuerda que esa noche, al salir del agua y entrar al bar intentaba explicar lo que le había ocurrido y sólo entonces lloró. "Me salieron todos los nervios que había contenido", explica. "Me llevaron a un piso que estaba arriba del bar, creo que ahí vivían. Me bañaron, me dieron ropa y una infusión de tila. Se portaron muy bien conmigo y cuando me recuperé me llevaron a la policía".

La policía los puso en contacto. Había un padre que no podía creer el milagro: Marta estaba viva.

—¡Nos abrazamos! ¡Estábamos vivos los dos! Fue muy lindo. Siempre he tenido un vínculo muy fuerte con mi padre.

—¿No te quedó ningún trauma con el agua?

—Ninguno. Bueno… te diré que… si voy conduciendo y llueve, me entra un poco de inseguridad, pero controlable. En mi casa se normalizó el incidente y continuamos como si nada hubiera ocurrido, haciendo la rutina de siempre. Eso me ayudó.

Con la suerte de haber salido tan sólo con unos rasguños del accidente y la lección de nunca subestimar una riada, los años posteriores como adolescente los dedicó a sus estudios y al deporte, se integró al equipo de fútbol sala de Premià de Dalt, voleibol en los equipos de Tiana, Vilassar y Premià, para más tarde ser entrenadora del equipo senior femenil de fútbol11 de Sant Pol de Mar.

Tres décadas después, Marta y su padre Antoni Riera, anticuario, emprenden juntos una nueva aventura: "Abrimos una consultoría de arte, mi padre en el área de las obras de arte y antigüedades y yo en la gemología. Muy diferente a lo que había hecho hasta ahora, ya que durante muchos años me dedique a la investigación científica, concretamente en la investigación biomédica en los hospitales Clínic y Vall d’Hebron", concluye Marta su relato, con el único desazón de no haber encontrado a la familia qué le ayudó. "Ojalá aparezca. Ojalá".

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