Soledad y jornadas de 17 horas: testimonios de una vida en alta mar

"Lo peor no es el trabajo, ni los temporales, es estar lejos de la familia", dice Félix, marinero que fue padre mientras estaba en Yemen pescando

Eila R. Filgueiras
y Eila R. Filgueiras

Santiago de Compostela“Nadie es un lobo de mar, el mar es un lobo de hombres”, dice con semblante serio un marinero veterano en el puerto. El Villa de Pitanxo está en boca y corazón de todos los marinos gallegos desde que se hundió en la costa canadiense de Terranova, uno de los caladeros más peligrosos del mundo. Muchos marineros de Noia (A Coruña) conocen bien esas aguas, y algunos hasta han perdido seres queridos allí. Al padre de Félix González se lo llevó una neumonía en 1966 contraída por el duro trabajo de la pesca del bacalao, dejando sin cabeza de familia a ocho personas.

Tras ello, él y su hermano mayor, que tenían 15 y 10 años en el momento, decidieron hacerse a la mar llegando a ser capitanes de pesca. Pero a Félix no le gustaba ir al mar. “Éramos de las familias más humildes del pueblo, hacerse marinero era lo que había”, recuerda. Asegura que la gente que decide embarcarse lo hace por dinero, y que, aunque es un oficio extremadamente duro, lo peor “no es el trabajo, ni el temporal, ni las temperaturas bajas. Es estar separado de la familia”, añade. 

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Y es que la mar le costó no estar presente en el nacimiento de su único hijo. “En 1992 fui a Yemen a buscar nuevos caladeros, cuando mi mujer estaba embarazada de ocho meses y medio, con un embarazo de altísimo riesgo. El sueldo que me ofrecieron era astronómico. Y yo, recién casado, sin dinero, con un hijo a punto de nacer… esto me solucionaba la vida. Y fui”. La noticia de su paternidad llegó por telegrama. Tras nueve meses de mar pudo volver a casa, pero a los quince días tuvo que embarcar otra vez otros nueve meses. Cuando conoció de verdad a su hijo tenía ya un año y medio. “Mi mujer me dijo que no lo podía traer al aeropuerto, pero cuando llegué vi a un niñito de pelo rubio rizado corriendo por la terminal… era mi pequeño”, cuenta con lágrimas en los ojos.

12.000 euros al mes

Para muchos la soledad, la añoranza, la ausencia y el peligro constante no tienen precio. Para quienes necesitan dinero la historia es diferente. Xosé Iglesias, capitán de pesca establecido en A Coruña, concuerda con Félix y confirma que nadie se hace a la mar por pasión, siempre es por dinero. Él afirma ser marinero por vocación (empezó a los 9 años), pero no en alta mar. Prefiere la tranquilidad de la pesca de bajura en el barco que compró tras cuatro años de trabajar en altura.

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El sueldo era la clave de su trabajo. “Cuando yo trabajaba, un patrón de pesca ganaba 4 millones de pesetas en dos meses”, que se traduce a 12.000 euros mensuales. Con esos salarios, Xosé pudo comprar un piso en A Coruña y un barco en poco tiempo. Una vez reunió el dinero, lo dejó. Y es que para él prima la calidad de vida sobre lo material. Como para la mayoría de marineros, lo peor era estar lejos de sus seres queridos: “Para mi mujer era insoportable cuando yo me iba. Aún guardo las cartas de amor que me daba antes de embarcar, y que yo iba leyendo. Yo le mandaba cartas y postales cuando entrábamos en tierra. Pero era horrible”, recuerda dolido. 

Aunque el factor humano es el más reseñable de este oficio, el peligro que se vive en alta mar no queda atrás. Félix y Xosé aseguran no tener miedo por regla general, porque los barcos están muy preparados y los accidentes son muy puntuales. Sin embargo, no olvidan los sustos que se llevaron, y más de una vez pensaron que terminarían en el agua. Xosé trabajó en el Gran Sol, uno de los tres caladeros más grandes y peligrosos del mundo tras Terranova y Malvinas. Empieza en la parte suroeste de Irlanda y llega hasta el oeste de la isla. “Allí viví el susto más grande de mi vida. Fue una noche que había calma absoluta, pero estaba totalmente cerrado de niebla. Había un barco mercante cerca esa noche que no sabíamos cómo estaba maniobrando, y yo estaba seguro de que iba a chocar con nosotros. Hoy en día aún no sé cómo salimos de esa”, cuenta.

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Jornadas de 17 horas

Además del peligro y estar lejos de casa durante meses, los marineros se enfrentan a un trabajo muy duro bajo unas condiciones pésimas. Xosé explica que “el día a día es una rutina muy monótona. Estar en la cubierta es bestial, los marineros que están ahí hacen una labor inhumana. Son 17 horas de trabajo y 7 de descanso, cíclico, en un trabajo extremadamente físico y con mucho frío”. 

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¿Quién se embarca, entonces? Además de la gente que se apuntaba para solventar problemas económicos, Xosé explica que algunas de las personas que trabajaban en sus barcos se hacían a la mar porque necesitaban desintoxicarse de sustancias. “Hacían esto porque en tierra no podían estar. Eran buenos marineros, pero estaban enganchados a las drogas, lo que hacía que la convivencia fuese difícil a veces”.

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Hoy en día se embarcan sobre todo personas a las que les cuesta encontrar trabajo en el país, o con mucha necesidad de dinero. Pero aún queda quien lo hace por vocación. Manuel Bello es de las pocas personas que trabaja en alta mar por pasión. A sus 25 años surca las aguas de las Malvinas con el objetivo de ser mayor de máquinas. “Empecé porque me gusta este mundo y trabajar con herramientas. Fui al mar porque sabía que iba a haber trabajo, es una industria donde no existe el paro, si te vas de una compañía acabas en otra, es una carta segura”, argumenta.

Aunque se ve con ánimo, admite que es un trabajo duro que separa familias y amigos, aunque para él lo peor es el tema de la seguridad. El año pasado se cortó los tendones de una mano a bordo, y como no hay médico tuvo que coserse a sí mismo y hacer “un apaño” con cinta americana. Él asegura que tuvo suerte, pero un compañero suyo enfermó en el barco y falleció a los días. “Para mí lo peor son estos accidentes. Si te pasa algo aquí, estás acabado”, sentencia.