Sucesos

“Cincuenta años después todavía puedo sentir el olor de la piel quemada de los mineros”

Pere Andrés Díaz tenía diecinueve años y estaba en la mina de Fígols cuando hubo la explosión de grisú que mató a treinta trabajadores

Lisi Andrés Palacios
y Lisi Andrés Palacios

BarcelonaEl 3 de noviembre de 1975 es una fecha que ha quedado marcada para siempre en la memoria de las familias mineras del Berguedà y que ha traspasado a generaciones. Una herida abierta que esta semana el documental Grisú, la tragedia de Fígols, de Manuel Pérez y emitido por el Sin ficción de 3Cat, ha hecho volver a sangrar. Poco después del inicio del turno de mañana en la mina de la Consolación de Fígols una explosión de grisú, un gas que se desprende del carbón, puso fin a la vida de treinta mineros de la comarca.

Ese día Pere Andrés Díaz se había levantado a las cinco de la mañana, como siempre que le tocaba el turno de mañana, y había cogido uno de los cuatro autobuses que salían de Berga cargados de mineros para llevarlos hasta Sant Corneli , desde donde entraban en la mina. "Subimos como siempre charlando y bromeando –explica–, no podíamos imaginar que algunos compañeros no volveríamos a verlos nunca más".

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Pedro tenía diecinueve años y aún no hacía ni un año que había entrado en la mina. Era el último de un largo linaje. Su padre, Ángel, también trabajaba allí y antes ya habían trabajado sus dos abuelos, Pedro y Maximiliano, y su madre, Maria, desescogiendo el carbón. Aquella mañana cogieron como siempre el casco y la luz y subieron a una de las vagonetas que ellos mismos conducían para adentrarse en la mina.

Pedro, su padre y otro compañero estaban haciendo tareas de preparación para abrir una nueva galería. Días atrás habían sido hasta siete compañeros, pero como ya estaban ultimando el trabajo se quedaron solo ellos tres y los otros los enviaron a la explotación donde se extraía el carbón y donde se produjo la explosión.

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Los rescates

"Al cabo de una hora de empezar a trabajar un encargado nos vino a buscar y nos dijo que bajáramos, que había pasado algo muy grave y hacían falta manos –recuerda Pedro–. La mina por dentro estaba toda conectada, allí había más de cincuenta kilómetros de galerías. Cogimos una vagoneta hasta el punto más cercano a la explosión y todavía tuvimos que bajar a pie un buen trecho –explicamos– aquello era el infierno. habían quedado completamente carbonizados y los primeros mineros que habían llegado para auxiliarlos estaban deshechos y desencajados", recuerda impactado.

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Pedro cogió una camilla y tuvo que pasar de rodillas por un agujero para acceder al lugar exacto, porque algunas partes se habían derrumbado. "La piel de los compañeros se deshacía cuando los cogíamos y se nos quedaba enganchada a las manos –recuerda–. El olor de la piel quemada no la olvidaré nunca, la sentí durante meses por mucho que me lavara las manos, y todavía puedo oírla ahora, cincuenta años después", continúa.

Pedro cargó a uno de los compañeros muertos en la camilla y lo sacó fuera. Habían sido vecinos en la Colonia Rosal años antes y cuando él era pequeño le compraban la miel. Las cintas y los vagones que se utilizaban para sacar el carbón de la mina ese día transportaron los treinta cadáveres y el resto de mineros heridos.

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Fuera la noticia ya había corrido como la pólvora y la boca de la mina estaba llena de familias esperando y preguntando por los suyos. Otros esperaban en casa a recibir noticias, con el corazón encogido. Como la madre y la abuela de quien escribe estas líneas. Estoy segura de que los ávidos lectores y lectoras ya habrán dado cuenta de que el protagonista de esta historia y la periodista compartimos apellido, porque es mi padre. Nosotros tuvimos suerte y papá y abuelo salieron caminando por su propio pie, pero quedaron marcados para siempre por la tragedia.

Volver a entrar en la mina

Los días después estuvieron marcados por los funerales masivos y las noches en velatorio. Los trabajadores y las familias no recibieron ningún tipo de ayuda psicológica ni médica para ayudarles a digerir lo que habían vivido o la pérdida de sus seres queridos. "Después de la explosión nos costaba mucho dormir –explica Pedro–. Pasamos muchas noches atentos a los partes médicos de Franco, que ya agonizaba en el hospital y esperando a que muriera", recuerda.

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Pero una vez terminado el desfile de ministros franquistas por la mina y los entierros, la realidad era que había que volver a entrar y que no había ninguna medida de seguridad. "La empresa sólo nos daba el casco y la luz, no teníamos guantes, ni ropa ni zapatos. Los llevábamos nosotros de casa y usábamos cosas viejas", dice Pere. Las instalaciones eléctricas no estaban protegidas y el cuadro para encender la corriente era una palanca que hacía chispas cuando se conectaba. Los accidentes en la mina eran el pan de cada día. "Durante un tiempo se colgaban el número de accidentes ocurridos en el último mes y muchas veces superaban los 150 y los 200", afirma.

Con el dictador aún conectado al oxígeno, tanto él como su padre y varios mineros más hicieron una reunión clandestina y acordaron hacer una asamblea (totalmente ilegal, claro) para pedir a los compañeros que se negaran a entrar en la mina si la empresa no garantizaba un plan de seguridad.

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La asamblea estuvo de acuerdo y Pedro y algunos compañeros más fueron a hablar con la empresa, Carbones de Berga, saltándose el Sindicato Vertical. Finalmente, arrancaron el compromiso de la compañía de mejorar la seguridad y, sin apenas saberlo, gestaron el embrión de lo que serían las primeras Comisiones Obreras de la mina, que, pocos años más tarde, en 1977, protagonizarían un encierro histórica. Los mineros se encerraron cuatro días dentro de la mina mientras las familias bloqueaban el acceso desde fuera para que no pudieran desalojarlos. Ganaron y lograron evitar el despido de 429 compañeros.

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"Del regreso a la mina después de la explosión lo que más recuerdo es el silencio. Dentro del autobús, donde siempre bromeábamos, nadie se atrevía a abrir la boca. Continuamos callados al llegar a la mina y mientras nos ahí. adentrábamos subidos a los vagones. Estábamos de luto y teníamos miedo porque sabíamos que podía volver a pasar", concluye.