Cómo les conté el suicidio de su tío
Nunca había imaginado que mi hermano iba a morir. Como tampoco me había planteado que llegaría un día en el que debería contar a mis hijos que fue una muerte por suicidio
BarcelonaNunca había imaginado que mi hermano iba a morir. Como tampoco me había planteado que llegaría un día en el que debería contar a mis hijos que fue una muerte por suicidio. Muchas veces, en otros momentos, me he dicho que no podría hacerlo. En esta situación lo que siempre me había dicho una y otra vez es que no sabía si decírselo. Cómo. Cuándo. Hasta dónde les explicaría. O qué dirían, una vez que me hubieran escuchado.
Era un fin de semana de esos de cambio de armario. Uno de mis hijos me había acompañado en la lavandería. Y ahí, solo ambos y sin preámbulos ni introducciones, me dejó caer su pregunta que me hizo temblar. Que recibí como una losa. “¿Cómo murió tu hermano?”. Mi hijo tenía siete u ocho años. Y también tenía dudas. Respuestas por llenar. Preguntas que, en su cabeza, se iban haciendo mayores. Mientras, yo lo que tenía eran ganas de salir corriendo. O de lanzar un SOS pidiendo una respuesta válida, una frase honesta de esas que no aparecen en ningún tutorial. No sabía qué decir, no tenía nada claro qué contestar. Porque es muy difícil ofrecer respuestas por las criaturas cuando no las tienes del todo claras por ti mismo.
Es el problema del suicidio. Una muerte que provoca tal magma de culpa, tabú, enfado o preguntas, retóricas ya veces absurdas, que al final te refugias en el silencio. Y es lo que hice en esa lavandería. No contestarle. Porque, ¿cómo les explicas a los niños que alguien se ha quitado la vida, con las ganas que tienen de vivirla?
Afortunadamente y con el paso del tiempo les he podido contestar. Les he explicado todo lo que necesitaban saber, lo que seguramente habrían descubierto hurgando como hacen los niños. Porque estoy segurísimo de que, entre ellos y sus primos, algo debieron pensar hace tiempo sobre una muerte de la que abuelos, padres o tíos no les habían hablado. Nunca.
Hablar de su vida
Pero lo más importante para mí ha sido que les he dicho quién era, qué hacía, qué le gustaba o cómo se vestía. Les he enseñado alguna foto. Les he recordado que disfrutaba de los caballos o haciendo de monitor de colonias. O que era del Barça y que más de una tarde, bocadillo en mano, vimos juntos algún partido muy bonito de Primera División. Y sonríen, al escucharme. Y me siguen haciendo preguntas. Pero ahora ya sobre su vida, no sobre su muerte. Ahora les cuento la historia desde el principio. No desde el fin. Y así sí puedo dejar de temblar.
El problema es bastante habitual entre las personas que hemos perdido a un ser querido a raíz de un suicidio. Que ni ellos ni yo teníamos herramientas para hablar, para poner las piezas de un puzzle que a nadie le gusta hacer. Pero lo hemos logrado. Por eso están tan contentos que haya podido expresar en un libro todas las emociones que me generó la muerte de mi hermano. Por eso ahora se alegran que asista a los grupos de duelo que me ayudan tantísimo, reuniones de las que nunca les he hablado a muchos de mis mejores amigos.
Porque es lo que más acostumbramos a hacer. Disimular. Aparentar. Mentir. Yo decidí, durante demasiado tiempo, que mis hijos no habían tenido un tío. No supieron nada de él. Ninguna foto. Ni siquiera su nombre. Retrasé día tras día el momento en que me armaría de valor para explicarles toda la verdad, como podía haber hecho en aquella lavandería. Curiosamente, mi hijo apenas se acuerda de ese momento. De ese interrogatorio que tarde o temprano tenía que llegar.
No le conocieron, a mi hermano. Pero saben que le echo de menos. Saben de esa infancia entre risas, cómics y peleas a la hora de colgar pósters en la habitación donde dormíamos. Saben de esa vida. La misma que yo, durante muchos años, quise esconder.