Las madres nunca salimos en las fotos
Cada foto en la que no apareces es una derrota; por el contrario, cada vez que sales con el moño mal puesto, el pecho fuera o la camiseta estrujada es un clamor para decir que sigues aquí
BarcelonaDicen que las criaturas nacen con un pan debajo del brazo, pero las madres nacemos con una cámara pegada a la mano. Con la llegada de mi primer hijo, como otras muchas mujeres, empecé a fotografiar compulsivamente a la nueva persona que había salido de mis entrañas. Día tras día, semana tras semana: un niño es un proyecto en expansión, un cambio constante, un cartel de carpe diem con patas.
En ese momento no era fotógrafa, y la maternidad fue, de hecho, el revulsivo que me empujó a realizar un cambio de rumbo profesional. Mi caso no es un caso aislado. Quizás no todas acabemos dedicándonos profesionalmente a la fotografía, pero es innegable que cuando eres madre sólo tienes ojos -literalmente- para la infancia.
Si lo pienso, de hecho, es curioso, porque este cambio de mirada también supuso que dejara de mirarme en el espejo; y no (o no sólo) porque no me gustara lo que veía. Sencillamente, el tsunami maternal me arrinconó al final de la lista de prioridades. De alguna forma, más literal o más filosófica, tu vida deja de orbitar sobre tu propio eje y te conviertes en una sombra de ti misma. Ahora que mis cinco hijos son mayores, lo veo claro: durante muchos años desaparecí del mapa.
La consecuencia directa de todo ello, por si alguien tenía dudas, es que también dejas de salir en las fotos que tomas. No estás, porque casualmente siempre eres la persona que pulsa el botón del disparo. La afición por grabarlo todo, por documentar cada nuevo hito y no perderte nada de la infancia de tus hijos e hijas, te obliga a salir fuera de la ecuación. Si tienes mucha suerte y lo pides, quizás tu pareja se acuerda de volver a ponerte en el centro en alguna instantánea.
Un cuerpo en transformación
Por el camino, además, te encuentras con un cuerpo que se ha transformado, que quizás no responde tan cómodamente como antes (si es que lo hacía) a los estándares de la presión estética y, cuando te comparas con el envoltorio nuevo de trinca de tus hijos, resulta aún más doloroso ponerlo todo dentro de un mismo marco. Y es cuando sientes que estropearás la imagen que te das cuenta de lo integrado que tienes el discurso patriarcal sobre cómo debería ser una mujer cuando es madre.
Este proceso de exploración visual de la intimidad familiar, que podría ser liberador y empoderador, se transforma en una forma nada sutil de autocensura. Y así es como, en vez de exhibir con orgullo la barriga de posparto o las gafas de no dormir, seguimos aspirando a ser más jóvenes, más delgadas, más (aparentemente) felices por sentirnos merecedoras de salir en la foto.
Se nos escapa que hoy ya somos más jóvenes que mañana, y que dentro de treinta años nos veremos con otros ojos. Bien mirado, el proceso de documentar la realidad de tu familia podría ser la chispa que encienda el fuego para mirarte a ti misma de una forma más amorosa.
Cada foto donde no apareces es una derrota, la rendición a las reglas de un juego que tú no has elegido. Por el contrario, cada vez que sales con el moño mal puesto, el pecho fuera o la camiseta arrugada es un clamor para decir que sigues aquí, atravesando la selva de una vivencia descomunalmente intensa.
Llegará un momento en el que habrás dormido ocho horas seguidas y tendrás ánimo para recogerte el pelo o pintarte los labios, y la foto resultante será diferente. Sea como fuere, tus hijos, tus hijas… quieren verte. Ahora, y dentro de treinta años: te aman incondicionalmente con todas tus luces y sombras. Quién sabe, quizás su mirada te está invitando a hacer lo mismo.