El auge del pensamiento de extrema derecha en nuestra sociedad tiene unas consecuencias que también afectan a la vida en las escuelas. Pero lo que conviene pedirnos es si desde la escuela somos suficientemente eficientes a la hora de hacer de contrapeso de esta tendencia ideológica, o bien si, sin quererlo, la estamos alimentando.
Por definición, la extrema derecha prioriza el mantenimiento de los privilegios e intereses individuales por encima del bien colectivo. Esto lo podemos percibir con las reacciones políticas y sociales frente a fenómenos complejos. Paralelamente, cada vez más las familias de nuestros niños nos solicitan para tratar temas relacionados básicamente con el propio hijo o hija. Nos cuesta más movilizarlos para tratar temas comunitarios relacionados con la educación, la cultura o con la infancia.
Podríamos leer esto como un problema o también como una oportunidad para repensar las formas para regenerar el diálogo entre familias e instituciones educativas. Estamos, pues, ante un contexto que nos pide, una vez más, estar a la altura de los nuevos retos, pero creo que también conviene que nos pidamos si la escuela también es corresponsable a la hora de alimentar esta dinámica democráticamente tan peligrosa que estamos normalizando demasiado alegramente.
Dejando de lado algunas dignas excepciones, no debe dar vergüenza reconocer que globalmente la escuela prioriza los valores individuales por delante de los colectivos. Empezando por nosotros, maestros, que preferimos reivindicar, por ejemplo, poder trabajar con grupos de niños más reducidos que pedir más recursos para organizarnos haciendo codocencia. Desde mi punto de vista, la reivindicación de las mejores condiciones de trabajo debería tener siempre en cuenta la conquista del bien común a través de la construcción colectiva de ideas.
Relaciones más democráticas
Nuestro modelo de escuela pone por delante las dimensiones individuales del aprendizaje en detrimento de las colectivas. Nuestros currículos vigentes están llenos de indicaciones de criterios de evaluación que son estrictamente individuales y, en cambio, son huérfanos de orientaciones que nos lleven a generar pensamiento colectivo. Esto condiciona el diálogo entre escuela y familias, que hoy se centra sobre todo en un intercambio que aborda temas relacionados con el desarrollo de cada uno de los niños. Para terminar de redondearlo, cada vez es más frecuente que las escuelas se apoyen en aplicaciones que alimentan más la dimensión individual que la colectiva.
Estos son sólo algunos ejemplos que ilustran lo que, en mi opinión, desde la escuela debemos intentar revertir para hacer de contrapeso de las ideologías que nos amenazan.
Es necesario que desde las escuelas nos conjuremos para organizarnos de manera más colectiva, priorizando los equipos por delante de las personas. de esta forma también se sentirán legitimadas a dialogar con nosotros con una profundidad que va más allá de tratarlos como usuarios o clientes de un servicio. Y esto también educa a los niños que aprenderán a relacionarse entre ellos viendo cómo los adultos nos relacionamos entre nosotros.
Si queremos revertir el pensamiento de extrema derecha para construir una sociedad basada en relaciones más democráticas, aparte de preocuparnos por pensar qué mundo dejaremos a los niños, debemos espabilarnos, como dice el querido Philippe Meirieu, a preguntarnos qué niños queremos dejar en este mundo.