'Alcarràs': la obra maestra que canta como ninguna otra nuestra tierra y la casa amada
El segundo largometraje de Carla Simón hace historia con el retrato de una familia payesa que ve desaparecer su estilo de vida
'Alcarràs'
(5 estrellas)
Dirección: Carla Simón. Guion: Carla Simón y Arnau Vilaró. 120 minutos. España e Italia (2022). Con Jordi Pujol Dolcet, Anna Otin y Xènia Roset. Estrena en los cines el 29 de abril
Lo primero que arrebatan a la familia protagonista de Alcarràs es el espacio de la magia. El segundo largometraje de Carla Simón arranca, después de un prólogo de situación, dentro de un coche, un dos caballos abandonado que tres criaturas han convertido en su nave espacial particular. Es a través de la mirada infantil que se nos presenta la llegada de una amenaza exterior, una grúa que se acabará llevando esta vieja chatarra donde jugaban. Con este inicio, Simón marca una continuidad con su película anterior, Verano 1993 (2017): aquí también partimos de unos niños protagonistas, sobre todo de una pequeña, Iris (Ainet Jounou). Pero la directora no tarda en ampliar su punto de vista. A los niños se añade una adolescente, Mariona (Xènia Roset). Juntos corren a buscar el resto de la familia a través de los campos de melocotoneros. Desde el inicio vamos resiguiendo un escenario medio rural, medio de western, hasta llegar a la masía familiar. Del contexto íntimo, infantil y autobiográfico de Verano 1993 nos trasladamos a un territorio coral, intergeneracional y casi político, el de una familia de payeses que a lo largo de otro verano experimentará la transformación inexorable de su estilo de vida. Nos encontramos ante la crónica del fin de toda una forma de entender un vínculo colectivo con la tierra.
En Alcarràs, Simón expande su campo de acción. Pero se mantiene fiel, e incluso la depura, a su práctica de un cine de raíz neorealista que privilegia el compromiso de veracidad con el entorno que retrata y la perspectiva humanista. Esta vez la directora trabaja con más intérpretes y (casi) todos son no profesionales; el rodaje se ha llevado a cabo en localizaciones reales, filmadas sin filtros preciosistas, y los personajes hablan la lengua de Ponent sin someterla al estándar; no oímos otra música que la que cantan o escuchan los protagonistas; a pesar de inspirarse también en la experiencia cercana, la historia no es exactamente la de ninguna familia en concreto, y a la vez podría ser la de muchas. Pero que esta apuesta por una ficción naturalista donde los artificios se reducen al mínimo no nos engañe. Requiere muchísima preparación, un gran control de la puesta en escena y un talento extraordinario, orquestar un film como Alcarràs, que nos adentra en la complejidad del universo que presenta desde una mirada siempre nítida, transparente y fluida. Y, sin caer en la estilización ni en la cita explícita, Simón se apoya en un abanico riquísimo de referencias cinéfilas que van de John Ford a las películas de langor veraniego de Lucrecia Martel.
A pesar de que, una vez arrancada la película, Quimet (Jordi Pujol Dolcet), el padre y principal responsable de la finca, parece convertirse en el eje de la historia, en Alcarràs se diluyen las jerarquizaciones tradicionales entre personajes. Todos los miembros del núcleo familiar reciben un trato individualizado, de todos se nos explican las razones. Resulta prodigioso el trabajo fluctuante con el punto de vista, que no siempre recae en quien conduce la acción, y acaba tejiendo un retrato de grupo trenzado con las experiencias específicas de cada uno de sus miembros. Al contrario que en Verano 1993, aquí no hay un final catártico.
Pero en mitad del metraje Iris canta para el padrino Rogelio (Josep Abad) la Cançó de pandero, el tema musical que marca la película. La niña que se ha quedado sin el refugio para el juego al inicio, sigue invocando la magia por allá donde pasa. Ahora convierte una función familiar en el momento más emocionante del metraje, el que mejor sintetiza qué nos transmite Alcarràs. Iris hace resonar la memoria histórica que el abuelo les ha transmitido por vía oral en un instante que sacude la emoción colectiva, dentro y fuera de la pantalla, como ninguna otra película de nuestro cine había conseguido hasta ahora.