

La gala de los premios Goya empezó con un numerito musical de los actores y actrices nominados cantando el Bienvenidos de Miguel Ríos. Apelar a "los hijos del rock'n'roll" no acababa de ligar mucho con la gala, pero aspiraba a la épica de arranque, grandilocuente e intensa. Pero era playback –que no dice demasiado a favor de la gala ni de los intérpretes–, el nivel era justito y había microcortes de sonido que se alargaron más de veinte minutos. Un inicio que hacía intuir que Richard Gere ya tenía ganas de abandonar su butaca de primera fila y marcharse a su casa.
Maribel Verdú y Leonor Watling presentaron la gala con un tono en el que parecían sentirse cómodas, sin impostar las intervenciones. Mantuvieron un perfil bajo, tejiendo un juego de complicidad muy natural entre ellas, pensando más en el espectador de casa que en los asistentes a la sala.
Unos agradecimientos matadores
La gala parecía ir al grano sin complicarse la vida. Los fragmentos de películas de las nominaciones estaban tan acortados que delataban la prisa. La mayoría de los agradecimientos fueron matadores. Un dramatismo exagerado, con la energía descontrolada, con discursos hiperventilados, convirtió la fiesta en un melodrama pasado de vueltas. Una cosa es la emoción y otra una intensidad desbordada que acaba conduciendo el relato a una afectación hipertrofiada. Muchos discursos han perdido la esencia profesional, la sustancia y la alegría para caer en una catarsis histérica incoherente, desaforada, pretenciosa, vacía e inmadura. Se ha borrado la línea entre el agradecimiento público y el íntimo. La longitud de algunas intervenciones fue excesiva y egocéntrica, desalentando el ritmo interno de la gala. La cantidad de personas que suben al escenario para agradecer un mismo premio ha provocado unas procesiones que hacen decaer el interés. Las constantes menciones en "los que nos están viendo desde ahí arriba" fueron tan descomunales que se podría montar una platea paralela llena de difuntos orgullosos.
Richard Gere nos sometió a un sermón del domingo propio de las galas benéficas que hacen en Estados Unidos para recaudar fondos. Los incomprensibles subtítulos hechos con inteligencia artificial para ahorrarse la traducción simultánea demostraron que los humanos todavía somos muy necesarioa. Eso sí, Gere, más oficial que caballero, se fue una vez hubo recogido el galardón honorífico sin volver a pasar por la butaca. Se ahorró un buen trozo de gala y el esperéntico final, con un ex aequo a la mejor película que nadie esperaba. Al margen de los argumentos cinematográficos que puedan justificar o no el doble premio, existe un hecho indiscutible: si se hace, tiene que hacerse bien. Los que entregan el premio tienen que saberlo para comunicarlo como es debido. Y, sobre todo, la realización también tiene que estar al corriente de todo para mantener el foco de atención en las menciones ganadoras. El caos no parecía satisfacer a nadie y, después de tantas horas, derivó en un final decepcionante. La gala acabó a la una y media de la madrugada. Un último plano enseñaba a los invitados abandonando la sala y algunos resoplaban. Un gesto que condensa la efectividad de la gala.