Anthony Bale: "En el siglo XV ya había turismo organizado en Europa"
El medievalista británico publica una guía que transporta al lector a los caminos, hostales y ciudades de la Edad Media y recuerda que hace siete siglos viajar también era un ejercicio de curiosidad y descubrimiento
BarcelonaCuando Anthony Bale se sienta a hablar, enseguida se percibe su entusiasmo por el pasado, y sobre todo por contarlo. Es catedrático de literatura medieval en la Universidad de Cambridge, pero en lugar de encajonarse en las salas universitarias ha querido desplegar la pasión por los viajes en tiempos medievales rompiendo tópicos y educando en lo que describe como "el turismo" de la Edad Media. "Los viajeros medievales no eran tan distintos de nosotros –dice en el transcurso de la conversación con el ARA–, también buscaban experiencias, conocimiento, e incluso entretenimiento. Querían ver mundo". Habla en el libro Guía de viajes por la Edad Media, publicado en castellano por Ático de los Libros
En libro de Bale es una invitación a recorrer los caminos de tierra que unían monasterios, ciudades y puertos. El autor, gracias a dietarios y guías, ha seguido las huellas de peregrinos y mercaderes y ha reconstruido su geografía mental. El historiador explica que uno de sus objetivos es combatir la idea de que los hombres y mujeres medievales vivían confinados en su pueblo y desconocían el mundo. Por el contrario, asegura, que "casi todo el mundo hizo algún desplazamiento significativo a lo largo de su vida". "Podían ser pequeñas rutas hasta una catedral cercana, mercados o ferias, pero también largas peregrinaciones a Roma, Santiago o Jerusalén", explica.
La mayoría de los desplazamientos, dice Bale, estaban vinculados a la religión. Las peregrinaciones eran habituales como forma de devoción, medicina popular o incluso castigo legal. "Algunos jueces condenaban a realizar una peregrinación hasta Roma como penitencia", explica. Pero no todo era religión, también había mercaderes, misioneros, diplomáticos, espías e incluso algunos aventureros movidos por un deseo de ver mundo, aunque fueran excepcionales.
Una de las tesis del libro es que ya había un embrión de lo que hoy llamamos turismo. Bale señala que hacia 1400 existía toda una infraestructura pensada para acoger a viajeros, con hostales, tabernas, monasterios con alojamiento, puntos de cambio de moneda y guías de viaje escritas. "La misma palabra inglesa holiday proviene de holy day, el día santo en el que se visitaba otro santuario. Con el tiempo se convirtió en día festivo y de ocio", explica. Ciudades como Santiago y Venecia prosperaron económicamente gracias a estos flujos de peregrinos y visitantes.
La dimensión económica
La dimensión económica del viaje medieval era amplia, y los viajes dejaban también huella material: los peregrinos volvían con insignias de metal baratas que certificaban su estancia en un santuario, símbolos tan deseados como hoy pueden ser las fotografías o los recuerdos turísticos. En Venecia, la República controlaba todos los puertos del camino a Tierra Santa y sacaba provecho. En Santiago, el monasterio poseía la totalidad del casco urbano y obtenía ingresos de cada servicio ofrecido a los peregrinos. Incluso actividades consideradas inmorales, como la prostitución, estaban reguladas por las autoridades eclesiásticas porque generaban beneficios y, al mismo tiempo, evitaban que el dinero se marchara hacia economías paralelas. En esta visión económica, los viajes desarrollan "los cimientos de una primera globalización". La Ruta de la Seda y el comercio de productos de lujo como la canela o la seda crearon estructuras globales que conectaban continentes.
La Edad Media suele presentarse como una época oscura, de retroceso e ignorancia. Bale rebate con contundencia este tópico: "Es una simplificación heredada de la Ilustración, que quería remarcar su propia modernidad. Pero si miramos los hechos vemos una época vibrante y en constante transformación". El libro muestra cómo los viajes contribuían a ese dinamismo. Las peregrinaciones generaban redes de contactos e intercambios culturales. Las rutas comerciales impulsaban innovaciones en técnicas, lenguas y gastronomía. Las ciudades medievales eran espacios de diversidad. "No era un mundo aislado, era un mundo interconectado. La diferencia es que las conexiones eran más lentas y costosas, pero no menos reales", añade.
A pesar de la difusión de los viajes, a la vez las rutas estaban llenas de dificultades y peligros: bandoleros, asaltos, pérdidas y violencia formaban parte del trayecto. Las mujeres estaban especialmente expuestas a agresiones sexuales. También había hostilidad por parte de poblaciones locales, sobre todo en Oriente Medio, donde los cristianos no eran bien recibidos. Según Bale, los centros turísticos no pedían que el turismo disminuyera, pese a estas consecuencias negativas. "No había turismofobia", afirma, pero al mismo tiempo clamaban por la regulación y el control.
Sentado en Barcelona pero ya inmerso en un viaje hacia el Santiago medieval, Bale propone una reflexión sobre qué significa viajar, ayer y hoy. "Cuando nos movemos, aprendemos. Nos enfrentamos a la diferencia y descubrimos cosas sobre nosotros mismos. Esto era cierto hace siete siglos y sigue siendo cierto ahora". También admite que, en un mundo globalizado, el lector puede reconocerse fácilmente en esas historias. "Hoy subimos a un avión y en pocas horas estamos en la otra punta del continente. Ellos tardaban semanas o meses en hacer un recorrido similar. Pero el deseo de moverse y descubrir es lo mismo", dice.