BarcelonaMi ilusión de pequeña, como buena hija única, era tener un hermano, compañero de vida y juegos. Mis padres no tuvieron más hijos, así que durante una época pedí un perro a cambio. Como no eran amantes de tener animales peludos dentro de casa, tuve que conformarme con un jilguero llamado Pájaro y con algunos libros que narraban la amistad entre los niños protagonistas y sus quisos, que leía y releía sin cesar . Mis favoritos eran La isla de los delfines azules de Scott O'Dell, la epopeya de una chica india que debe sobrevivir sola en una isla, con la única compañía de un lobo domesticado; el clásico Lassie vuelve a casa de Eric Knight, en la que una perra viaja ochocientos kilómetros para reencontrarse con su amo, o Mi amiga Flicka, de Mary O'Hara, que narra la amistad entre un chico granjero y su yegua (por aquel entonces también quería un caballo como mejor amigo, pero vivíamos en el barrio de Vallcarca, en Barcelona, y ya asumía que no era un sueño muy realista).
Años más tarde, volviendo de madrugada a casa después de salir de fiesta, me encontré a una señora con un cachorro en las manos. Me dijo: "Si la quieres, es tuya. Si no, la dejaré en el contenedor". La cogí, con la voluntad de buscarle una familia al día siguiente. La sorpresa fue que esa perrita ablandó el corazón de mis padres, que accedieron a que su nueva familia fuéramos nosotros. Cuando me independicé y me la llevé, me pidieron si ella, Kenia, podía volver a casa, como Lassie, y vivieron juntos diecisiete años. Por mi parte, ya adulta, he convivido con dos perras más, Nuna y Bimba, dos petaneras listas, guapas y buenas, que ya no están pero que todavía echo de menos.
El quisso que tengo ahora es un pequeño pequeño y mezclado, que adopté hace cuatro años a la protectora Apa Pupetc, una asociación que funciona a través de una red de voluntarios que rescata animales en malas condiciones y los coloca en familias de acogida, hasta que encuentran quien los adopte definitivamente. Lucas me robó el corazón desde la cuenta de Instagram de la entidad (@adopta_apa_pupetc), donde cuelgan la información de los perros (y gatos) que tienen en adopción. Fue rescatado de un síndrome de Noé, un trastorno mental que hace que una persona acumule animales en muy malas condiciones y sin conciencia del maltrato. De esa casa, aparte de él, han salido, hasta ahora, más de cien perros, que son primos, hermanos, tíos, como una gran familia monárquica de cuatro patas. Con algunos de los nuevos propietarios, compartimos un chat donde nos enviamos fotos de los quissos, que son como clones. La mayoría no nos conocemos pero, sin embargo, nos hemos convertido en una extraña familia.
Lucas es el perro más divertido que he tenido. Pesa siete kilos, es juguetón y cariñoso, y lo tengo enganchado como un gomet a los pies allá donde voy, y cuando escribo. Mi hija me dice que parecemos Mulan y Mushu, los protagonistas de la película de Disney, y me gusta pensarlo porque eso nos convierte un poco en protagonistas de un relato de amistad como los que leía cuando era pequeña, y soñaba que tenía un mejor amigo de cuatro patas. Quizá algún día podría convertirlo en una historia de ficción y, así, cerrar el círculo.