Fotograma de 'Tardes de soledad'
18/10/2025
2 min

BarcelonaHa llegado a los establecimientos del ramo la película deAlbert Serra Tardes de soledad, con la participación especial de Andrés Roca Rey, un torero de calidad. El hecho de que ahora podamos verla tres veces, mejor en días alternos que seguidos, permitirá a todo el mundo hacerse, tal vez, una idea algo más sazonada de lo que significa el arte del toreo.

No tiene ninguna importancia recordar a los lectores que en Grecia y en Roma la muerte de un centenar de bueyes o de toros –en griego, hekatombe– era una celebración directamente relacionada con sus mitos. Esta antigüedad no significa nada; pero sí cabe hacer memoria de que todo sacrificio de un animal, como hecho cultural, se encuentra habitualmente vinculado a la religión, como todavía ocurre en las culturas hebrea y musulmana. En este sentido, el toreo no es una excepción. En el caso de la muerte litúrgica de un cordero, por ejemplo, la sangre del animal sacrificado debe caer sobre las cabezas de los fieles, para purificarlos. Es algo que cuesta mucho entender en las sociedades de raíces cristianas, una religión que sustituyó al sacrificio sangriento –el de Cristo lo fue, no lo olvidemos, como todavía se hacen sangre los flagelantes, por Pascua– por una alegoría doble: el pan y el vino. Lo que debe comprenderse es que esto no significa que los cristianos sean más civilizados que los judíos o que los musulmanes practicantes.

La película de Albert Serra no entra en ninguna valoración ni positiva ni negativa del toreo; se limita a presentar la realidad de este arte, sin ahorrar la crueldad que acompaña al sacrificio del toro, y la serena temeridad del torero, que puede ser muerto por el animal. Más aún: Serra ha tenido el acierto de poner un énfasis extraordinario en la sangre sacrificial y en la palabra muerte en boca de su pandilla: una muerte que ningún animal sabrá nunca qué sentido metafísico tiene, mientras que en los hombres se presenta como una ley del destino, de los dioses, o de Dios, y esto convierte a la muerte en uno de los aspectos más trascendentales y enigmáticos de la vida humana; y, por ella, la vida puede adquirir un sentido muy importante.

El arte del toreo es una lucha a muerte entre un hombre joven y un animal feroz, que no se llevaba a las plazas para despertar bajas emociones, sino para producir una catarsis –como era propio de la tragedia griega–, y generar un memento mori, como ocurría en las danzas macabras de la edad media.

En esta columna no criticamos en absoluto a los enemigos del toreo, ni alabamos a sus defensores. Sólo hemos querido hacer presente a los lectores que se trata de un ritual sacrificial (del latín sacer, sagrado) –antes estos rituales estaban presentes en muchas culturas, ahora han desaparecido por todas partes debido a una falsa idea del “progreso” de la civilización–, que gira, por tanto, en torno a una categoría sagrada. Serra nos invita a reconocer esta dimensión en el arte del toreo.

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