Vivimos tiempos digitales. Nos enviamos me gusta y memes. Nos exhibimos, nos mostramos. Conseguimos seguidores en las redes a las que llamamos amigos. La información y las sonrisas congeladas corren veloces. Estamos conectados con todo el mundo, con el mundo. Todo está al alcance de un clic. Para conseguir sea cual sea, el contacto físico ya no es necesario. Lo que hoy en día más tocamos es el teléfono móvil, más que nuestros seres queridos, que nuestras mascotas, que los árboles o flores y que el resto de objetos que nos rodean.
Por pantalla no nos miramos a los ojos, no hay olores, no hay caricias. Es obvio que puede vivirse sin contacto corporal con los demás. Nuestra vivienda interconectada telemáticamente puede ser un refugio (o una cárcel) que nos ahorra el cuerpo a cuerpo con la realidad. Nos evita las conversaciones espontáneas, los gestos sutiles, los apretones de manos, los besos, la piel de gallina... Trabajamos a distancia ya menudo también amamos a distancia. Nos estamos perdiendo algo, ¿verdad?
Cuando te tocas con alguien, tu cuerpo produce oxitocina, una de las hormonas de la felicidad. "La falta de contacto físico genera estrés y ansiedad", dice Byung-Chul Han, el filósofo coreano germanizado. Lo dice en el libro La tonalidad del pensamiento (Paidós), una recopilación de tres conferencias hechas en Portugal el año pasado. Byung-Chul Han ve la comunicación sin presencia como fantasmal y carente. Cada vez nos miramos más a nosotros, con dos consecuencias peligrosas: la dismorfia (atención desmedida a los supuestos defectos de nuestro aspecto físico, de ahí que triunfe tanto la cirugía estética o el aumento de enfermedades como la anorexia) y el narcisismo egocéntrico (atención desmedida a nosotros mismos en general).
Sin un mundo físico real, el yo se repliega, se concentra sobre sí mismo, y el resto se convierte en "consumible y disponible", dice. El mundo digital sin duda rompe las distancias, pero según Han provoca "una ausencia de distancia" que "elimina la lejanía, pero también la proximidad". Decae la empatía con el otro, al que tenemos muy a mano –en la pantalla– y, sin embargo, muy lejos.
El pensador coreano-alemán relaciona el mundo digital con el capitalismo del consumo, la producción y el rendimiento, del éxito en términos de poder, mercancía, posesión. Ante esta sociedad de la autoexplotación vendida como realización personal, cree que todo es satisfacción de necesidades y vida de rebaño. Entonces ocurre que, "cuanto más éxito tengo, más deprimido me encuentro". Nada tiene sentido, nada trasciende el presente prosaico. "Dios no consume", nos dice. Necesitamos alguna divinidad. El anhelo debería ser "dejar de ser una persona deprimida para convertirse en una persona que ama", que piensa en los demás, que se relaciona físicamente con ella, desde la lentitud de la presencialidad –la lentitud es muy importante , para él–, desde la aceptación de la posibilidad del fracaso.
¿Qué divinidad, pues? La del deseo sensual, Eros, por echarnos a los brazos de los demás, por tocarnos. Con todas las imperfecciones que esto conlleva. El contacto físico no es higiénico ni perfecto. El amor requiere la herida y la pasión. El amor es terrenal, es natural –Byung-Chul Han siente devoción por las flores, sobre todo las magnolias–. Cita una carta del poeta Paul Celan: "Solo las manos verdaderas escriben poemas verdaderos. No veo ninguna diferencia fundamental entre un apretón de manos y un poema". Es un regreso al tú, al otro. Es perder el miedo a la diferencia. De nuevo Celan: "Yo soy yo cuando tú eres tú".
Y qué debemos hacer con la inteligencia artificial, que no es un tú ni uno yo? "¡Qué estúpida! La inteligencia artificial no es capaz de pensar. Sólo es posible pensar con el cuerpo. Con la emoción, con el sentimiento. Sólo es posible pensar con la mortalidad". Si alguien, añade, consigue una IA a la que se le ponga la piel de gallina, le darán el Nobel.
Contra quienes le ven como un autor pesimista, Byung-Chul Han concluye con una reivindicación de la esperanza, que no es lo mismo que el optimismo. Su próximo libro, que publicará Herder, se titulará El espíritu de la esperanza. La esperanza como lo contrario del miedo que alimenta a los populismos de derechas, como a la dimensión del nosotros. Casi como un hecho físico, estelar. Y vuelve a acabar con Celan: "Una estrella / tiene todavía luz. / Nada, / nada está perdido".