Literatura

Cómo me gustaría vivir el tiempo que me queda

Jordi Coca narra, en 'La quietud', el balance vital insatisfecho de una mujer que se acerca a los noventa

3 min
Jordi Coca, en la librería Ona
  • Jordi Coca
  • Ediciones 62
  • 512 páginas / 22,90 euros

Las novelas de Jordi Coca suelen tener pocos personajes, pero el lector les llega a conocer muy bien, porque el autor le descubre el fondo del alma (el fondo limoso del alma). El conflicto está siempre claro, nítido. En el anterior, El último día (2022), se narraba la historia de una pérdida -la de una casa en un pueblo del Empordà, que quería decir la de veinticinco años de construcción de un refugio-, y eso se hacía por medio del amor a un gato. En la más antigua Lena (2002) se nos describía una historia de deseo y amor fatal, y, como la que presento ahora, se desarrollaba en parte en Suecia. También como estas dos, La quietud está llena de referencias teatrales: Ibsen, Maeterlinck, Chéjov, Pirandello, Strindberg. Coca es un hombre de teatro y más que eso, un novelista de primer nivel. Por esta razón, lo que plantea en “la verdad de la ficción”, lo que desarrolla en sus novelas, son los grandes conflictos de la humanidad: el sentido de la vida (si es que tiene ninguna), la libertad , el deseo (y la tiranía que implica), el amor (y las deudas con las que nos graba), el poder, la enfermedad, la muerte...

Margalida es una mujer vieja —nacida en 1922: durante el tiempo de la narración se acerca a los noventa— que unas horas al día recibe la visita de una asistente, Celeste. Por indicación de una nieta que no es limpia —lo es, de hecho, del hermano de su marido—, irá contando su vida a la joven peruana que la cuida. El papel de ésta parece, más bien, el de un invitado de piedra, pero desempeña una función de contrapunto: a menudo hace de abogado del diablo, puesto que, habiendo tenido que huir de su país al frente de una vida digna, considera que algunos de los problemas que recuerda a la vieja son de poca monta. La acción y la reflexión tienen lugar en Menorca (salvo episodios en Cambridge y en la mencionada Suecia), donde Margalida nació y pasa la mayor parte de su existencia. El tiempo de la historia es el siglo XX: vemos pasar, de fondo, a grandes rasgos, la Guerra Civil, la Segunda Gran Guerra, la entrada de los tanques soviéticos en Hungría... La lengua de la confesión —porque lo que fa Margalida es una confesión en toda regla— es un catalán de Menorca un poco laxo. Pero, al fin y al cabo, lo que siempre ha buscado la protagonista es el concepto del título: “Únicamente necesito quietud, la quietud en la que me gustaría vivir el tiempo que me queda”. Más adelante, la califica más precisamente: "Una quietud que me llevara la paz interior que cada uno de nosotros debe encontrar en su más profunda sinceridad". Mucho más adelante todavía, cuando la quietud ya se da por descontada, dudará: “Según cómo, la quietud también parecía un abismo pavoroso. ¿Era quietud lo que necesitaba?”

Las sombras de la mente

La mayor consecución de la novela es la voz narrativa, la de Margalida. Con ese punto de obcecación que a menudo manifiestan los viejos, está resuelta a relatar, punto por punto, toda su historia. La vida pequeña en la isla; la muerte súbita, trágica, inexplicada, de la madre, que condicionará la existencia de la protagonista siendo una niña; el enamoramiento que sufre por Miquel Saura; el contrapunto del hermano de éste, Jaume: si Miquel es un quimérico (dedicará toda su corta vida al estudio del sánscrito y del hinduismo), Jaume toca mucho más de pies en el suelo; la extraña relación laboral que el padre de la protagonista mantiene con el farmacéutico Cardona; la pasión teatral del padre, pero también su inconstancia; la amistad, enmalecida por los celos, con una niña del pueblo; muchos años después, la irrupción epifánica de una chica irlandesa, Shannon. Y, en todo momento, la presencia benéfica de la abuela, piedra basal de la familia.

La quietud narra la profunda insatisfacción de la protagonista por la vida que ha tenido que llevar casi indefectiblemente. Aquí está el germen del drama, que la confesión trata de desbaratar. La zona oscura de esta historia —y la frontera con las sombras de la mente— se asemeja a la que recreaba Lena.

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