La plenitud de la vida reparada: 'Un mes en el campo', de JL Carr
La placidez solar veraniega que baña y calienta todas las páginas de la novela esconde el recuerdo de inviernos frísimos, corazones rotos, memorias traumatizadas y heridas espantosas
- JL Carr
- Viena
- Traducción de Dolores Udina
- 216 páginas / 17,50 euros
Un mes en el campo, del editor y novelista inglés JL Carr (1912–1994), es lo que parece ser, una novela sencilla, vital y amable, un "idilio rural" –tal y como lo llama el mismo autor al brevísimo prefacio– empapado de nostalgia agridulce, una historia encantadora que de una historia encantadora que de una encantadora historia que de una de nuestra condición humana. Pero también es muchísimo más. La placidez solar veraniega que baña y calienta todas las páginas de la novela, así como la bonhomía y la predisposición a la felicidad de sus protagonistas, esconden el recuerdo de inviernos frísimos y llenos de barro, corazones rotos, memorias traumatizadas y heridas espantosas. Sabia sin grandilocuencia, la novela de Carr, publicada originariamente en 1980 y ahora traducida al catalán por Dolors Udina con la solvencia habitual, hace pensar en ese verso memorable de Leonard Cohen que dice: "Todas las cosas tienen una grieta: así es como entra la luz".
El protagonista deUn mes en el campo es el joven Tom Birkin, un veterano de la Primera Guerra Mundial que, además de tener que cargar con todos los desastres y toda la muerte y la destrucción que ha visto durante los combates en las trincheras, también ha sido traicionado y abandonado por su esposa, que se ha ido con otro Birkin, un hombre bueno. Oxgodby, un pequeño pueblo del bucólico campo inglés. Está por trabajo: ha recibido el encargo de restaurar unos frescos medievales que hay en la iglesia y que ahora están sucios y tapados.
Mientras trabaja y hace vida sobre todo en la iglesia –trepado durante muchas horas cada día al andamio, durmiendo en el campanario–, Birkin recibe la visita de varios vecinos del pueblo: una niña curiosa y jovial, que es la hija del jefe de estación; el vicario ceñudo, que parece autoritario pero que vive atravesado por la preocupación de la pérdida espiritual de sus fieles; Moon, otro veterano de guerra también con secuelas y traumatizado, que hace excavaciones alrededor de la iglesia para encontrar una tumba centenaria; y la maravillosa señora Keach, la esposa del vicario, que con Birkin vive un amor contenido y platónico pero intensísimo. La relación con estos hombres y mujeres y su día a día gozoso desvelando la pintura mural –un Juicio Final, un motivo que da pie a insertar en la trama pertinentes reflexiones sobre la culpa y la justicia–, poco a poco restauraron el alma desmenuzada de Birkin.
Después de las crueldades monstruosas de la guerra y del dolor de un matrimonio tormentoso, la paz y las humildes epifanías reparadoras de un verano feliz: Carr es muy bueno contando esta evolución y convocando literariamente esta atmósfera. Es un acierto que el narrador de la historia sea el propio Birkin, pero ya de viejo, más de medio siglo después de vividos los hechos. El tono con el que se despliega todo el relato, de una gracia y una sutileza llena de simbolismos y de detalles, es emocionante y pletóricamente nostálgico. Hay tristeza porque todo aquello existió y hoy ya no queda nada, pero sobre todo hay gratitud porque todo aquello existió y su recuerdo de plenitud feliz estará hasta el final de los días.