¿Cuáles son los trabajos más absurdos relacionados con la literatura?
BarcelonaEn 2018, el antropólogo David Graeber publicó Bullshit jobs. En theory, un ensayo que reflexiona sobre una paradoja central del sistema capitalista contemporáneo: la capacidad para generar trabajos innecesarios en una estructura que, en teoría, debería perseguir la eficiencia y el ahorro de recursos. En catalán la ha editado Descontrol como Trabajos absurdos. Una teoría, con traducción de Miquel Sorribas.
Graeber describe un trabajo absurdo como "aquel tipo de trabajo remunerado tan sumamente inútil, innecesario o perjudicial que ni siquiera la persona que lo realiza puede justificar su existencia, aunque, como parte de las condiciones contractuales, se siente obligada a hacer ver lo contrario". Para él, esta incoherencia no sería un error del sistema capitalista, porque la economía actual se orienta a la preservación de las jerarquías y del control: produce trabajo para mantener el orden, garantizar que todo el mundo esté ocupado y no se rebele y sostener el valor simbólico de lo que llamamos ética del trabajo.
Graeber identifica cinco variedades principales de trabajos absurdos: los lacayos, que sirven para hacer que otra persona parezca o se sienta importante; los esbirros, que actúan para defender o manipular en nombre de una institución; los parcheadores, que mantienen en marcha estructuras disfuncionales; los escaparatistas, que fabrican papeleo para aparentar que se está haciendo algo, y, finalmente, los manaías, que generan trabajo absurdo e innecesario para los demás para justificar el propio.
Como aquí solemos hablar sobre letras, me he preguntado si en el sistema literario también hay trabajos absurdos. La respuesta, por desgracia, es que sí.
Autores que no son autores
Por un lado, tenemos lacayos, y los encontramos en aquellos autores que no son autores y que cuando llega Sant Jordi ponen la firma y el rostro en libros escritos por otros. También son aquellos críticos que elogian los libros de sus jefes o personas con poder e influencia. Su trabajo no crea valor cultural, sino ilusión de autoridad, talento o marca.
Hay esbirros, y son los jurados u organizaciones culturales detrás de los premios ya decididos, y sólo existen para blindar influencias y perpetuar ficciones de poder.
También hay parcheadores a las cadenas de distribución, que no sólo hacen llegar los libros a las librerías (esto es necesario), sino que ayudan a compensar un error del sistema: la sobresaturación de un mercado que produce demasiados libros, demasiado rápido y para demasiados pocos lectores.
Deescaparatistas encontraremos a espuertas, redactando memorias de justificación para becas y subvenciones que nadie leerá ni mejorarán ningún proyecto, pero que sirven para demostrar que la cultura está bajo control.
Por último, los manaías: jefes de cabeza, responsables de responsables y coordinadores de coordinadores, orbitando por los despachos institucionales y danzando al ritmo de las puertas giratorias del mundo cultural.
Ante este circo, ¿qué papel nos queda a los autores? Quizás no perder la fe en las palabras y seguir escribiendo para encontrar algo de verdad que el sistema no pueda fagocitar y acabar convirtiendo en papel mojado.