¿Quién teme a Mary Shelley?
BarcelonaVivimos en un tiempo en el que a menudo se valora la calidad de un libro en función de las opciones de adaptabilidad a un formato audiovisual que tiene, o sabemos de las historias a través de las películas o series que se han realizado. Es lo que me pasaba con Frankenstein o el moderno Prometeo de Mary Shelley, que conocía por su primera adaptación al cine en 1931, con el actor Boris Karloff dando vida a la criatura, o por la divertidísima versión que hicieron Gene Wilder y Mel Brooks, en 1974. Como este año ha sido el director Guillermo del Toro que ha estrenado una nueva de enganchar traspasados, he decidido, al fin, leer la historia original de Mary Shelley y discernir, con criterio propio, si me gusta más el libro o la película (tengo que investigar si el Morgan Freeman del señor Noriguis ya ha patentado esta frase; seguro que sí).
Algunas de las críticas que he leído de la versión de Guillermo del Toro inciden en que la criatura no es fea ni terrorífica, ya que la interpreta el actor australiano de origen vasco Jacob Elordi, cuyo maquillaje parece diseñado para mostrar que es un trozo de hombre. Pero, más allá de eso, lo que a mí me ha sorprendido es cómo la versión de Del Toro se aleja del corazón moral de la novela. Para empezar, convierte a la criatura en un ser puramente bueno que no duele a nadie, borrando lo que Shelley nos pretendía mostrar: que el monstruo es a la vez víctima y responsable, herido y violento, y que esa ambivalencia es clave en la historia.
Del Toro también se inventa una especie de triángulo amoroso entre Victor Frankenstein, Elizabeth y la criatura, cuando en la novela Elizabeth no llega a saber ni de su existencia. Esto desplaza la mirada hacia los celos y el amor romántico, con lo que la convierte en un melodrama del domingo por la tarde, y vuelve a desactivar el conflicto central del libro, que es lo que significa crear vida y después abandonarla.
Por último, el director introduce a un padre maltratador para contar la conducta de Victor y eso vacía aún más la historia de su complejidad, ya que Shelley no necesita ninguna infancia traumática para justificar el comportamiento de Frankenstein, que en la historia original es un hombre brillante y narcisista que juega a ser Dios (o una mujer) para después desentenderse. Convertirlo en un pobre huérfano maltratado no sólo le desculpabiliza, sino que refuerza el relato patriarcal donde las mujeres debemos comprender y perdonar a los hombres porque han sufrido mucho, incluso cuando muestran crueldad.
La historia de Mary Shelley, más que una novela de terror o de ciencia ficción, es una reflexión sobre la responsabilidad y el peso de la paternidad, y sobre la ruptura que provoca el desamparo. Es revelador que muchas adaptaciones dirigidas por hombres se obsesionen con la parte que a Shelley no le interesaba: la técnica para crear vida. Quizás porque no quieren ver que, para las mujeres, esto no es una fantasía prometeica, sino una experiencia corporal y cotidiana.
PD1: Quizá por eso necesitan inventarse competiciones deportivas donde poder medir fuerzas y quedar por delante, siempre por delante. PD2: Y ya otro día hablaremos de la misoginia de Freud y de cómo la envidia de pene no existe: quizá sea más bien la envidia del poder de crear vida.