El lado oscuro de Rossini venta el fuego en el Liceu
Vuelve al teatro de la Rambla 'La cenerentola' en un montaje de Emma Dante procedente de la Ópera de Roma
- Gran Teatro del Liceo
- 18 de octubre
De un tiempo a esta parte, la ópera buffa no tiene mucho predicamento en teatros donde el género había tenido mucha presencia. Dejando a un lado el Festival de Pesaro, Rossini resulta hoy casi una rareza, cuando títulos como Il barbiere di Siviglia eran hace décadas de los más habituales. Es como si la trascendencia de los grandes dramas y las grandes tragedias hubiera ganado la partida. Puestos a hacer analogías, sería como si en cine prevaleciera Bergman por encima de Chaplin o de Billy Wilder, lo que decantaría peligrosamente una balanza que, en materia de géneros, siempre debe estar equilibrada.
Quizás para curarse en salud, la directora escénica Emma Dante ha querido contar la historia de Cenicienta desde la esquina más siniestra, remarcando el maltrato de la pobre Angelina y apelando al lado oscuro de los cuentos populares, bien estudiado por Bruno Bettelheim en el célebre y referencial ensayo sobre el psicoanálisis de los cuentos de hadas.
El problema es que Dante opta por el grotesco, con omnipresencia de unos figurantes autómatas que doblan o ilustran lo que la música ya sirve con rotunda perfección. El recurso funciona a medias ya veces resulta sobrante y reiterativo, en el marco de la escenografía eficaz de Carmine Maringola, de un vestuario que a manos de Vanessa Sannino refuerza ese aspecto grotesco antes citado y de una excelente i iluminación a cargo de Cristian Zucaro.
Giacomo Sagripanti dirige desde el foso con exquisito gusto, con un buen y marcado trabajo de dinámicas y acentos y con una concepción más cercana al lenguaje mozartiano por la transparencia de las diferentes secciones. Respondió bien la orquesta titular, así como los hombres integrantes del Coro Madrigal (como en otras óperas de Rossini, aquí el corazón es íntegramente masculino).
Sobre el escenario, dos nombres a escribir en mayúscula: Maria Kataeva (Angelina) y Javier Camarena (Príncipe Ramiro). La mezzosoprano rusa parecía al principio medir el terreno con una proyección algo justa, pero enseguida se hizo suyas las agilidades, los reguladores y el fraseo exigido a la protagonista, con un centro precioso, agudos seguros y graves contratados. Por su parte, el tenor mexicano sigue exhibiendo una buena forma insultante y con dominio de los saltos interválicos en la temible aria del segundo acto, aplaudida antes de tiempo al término de la primera sección.
Muy bien el Dandini de Florian Sempey, ajustado al estilo rossiniano, con comicidad bien entendida y excelente proyección vocal. A mayor distancia, un Paolo Bordogna que no siempre sacó provecho del papel de Don Magnifico, un rol que pide un timbre y color que no son los del bajo barítono italiano. Fue una lástima, por ejemplo, que el aria del segundo acto pasara sin pena ni gloria.
Erwin Schrott es un bajo que interesa cada vez menos a quien firma estas líneas (la voz se ha desgastado), y su Alidoro, pese a su buena presencia escénica, no fue muy convincente. Sí lo fue, en cambio, el buen entendimiento entre las hermanas Clorinda (Isabella Gaudí) y Tisbe (Marina Pinchuk).
Estas funciones están dedicadas a la contralto Ewa Podlés, finada en enero. Opción legítima, aunque también habría que recordar al recientemente fallecido Marcel Cervelló, maestro de la crítica operística de nuestro país.