Por un mundo sin armarios
No puedo quitarme de la cabeza una entrevista en este mismo diario a una experta en edadismo que explica que esconde su fecha de nacimiento porque la perjudica. Sabe de lo que habla. El edadismo, especialmente en las mujeres, nos discrimina en todos los ámbitos. Pero me impresiona el gesto de llegar a ocultar la edad. Me he pasado los últimos años haciendo bandera de la madurez y me jode convertir la edad en un nuevo armario. Estoy convencida de que tener 56 años es una ganancia –la experiencia, la madurez, la libertad– y estoy muy contenta por ello. Pero no soy nadie para juzgar a otra mujer que se esconda porque la discriminación existe. Si fuera actriz, por ejemplo, no hablaría de mi edad tan alegremente.
Sin embargo, no estoy cómoda convirtiendo otra realidad de las mujeres –la edad– en un nuevo armario. ¡Las mujeres ya tenemos bastantes! Y para quien no lo crea, empiezo el catálogo. El primero ya lo he dicho: un fantástico armario para esconder la edad. Luego otro para esconder el cuerpo no normativo –o sea, casi todos–, en el que escondemos el peso, las arrugas, los senos, las canas o el pelo teñido, la celulitis, entre otras muchas cosas. Otro armario que esconde la realidad de la maternidad y la crianza. Para simular que somos ideales y cumplidoras. Que lleguemos a todo y con una sonrisa en la cara. ¡O para esconder el deseo de no ser madre! El armario para meter la palabra menopausia, donde también guardamos las quejas porque la formación de médicos –incluso ginecólogos– y científicos del área de la salud apenas la contemplan. Y que, por lo tanto, hay demasiados profesionales de la medicina que a la hora de atendernos no saben lo suficiente. Otro armario descomunal para esconder la violencia sexual de baja, media y alta intensidad. Perturba pensar que es el sistema y es mejor pensar que son casos aislados. Mala suerte que ha tenido una, y así no hace falta interpelar a los hombres que callan o miran hacia otro lado. Un armario en el que meter nuestra sexualidad desacomplejada. Porque las mujeres, cuanto más discretas, más normativas y menos fogosas, mejor, que no queda bien. Que a pesar de la modernez, es mejor no quedar como una fresca. Nada de no monogamia, nada de bisexualidad. Nada de promiscuidad. Nada de soltería voluntaria. Fuera. Todo en el armario. Y, claro, un armario para esconder nuestra fallida de salud mental. Porque tanto armario pasa factura. Tanto esconderlo todo. Tanto simular que somos lo que se nos pide y no lo que somos de verdad.
Tengo tendencia a la claustrofobia y ese listado de armarios me oprime. Durante once años escribí en el suplemento Criatures unos artículos donde firmaba como La Peor Madre del Mundo, y donde reivindicaba salir del armario de la imperfección. Y al entrar en la madurez no quise volver atrás. Le conté a quien quiso escucharme tanto mi edad como mis opciones sexoafectivas. Y lo hice con el convencimiento de que los cambios sociales se producen a la luz del día. Y de que dentro de los armarios solo se crían polillas, polvo y oscuridad. ¿Salimos para que nos dé el aire?