Knock Out

Trabajos en grupo: la farsa en la que sólo trabajan unos cuantos

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Periodista i crítica de televisió
3 min

Existe una frase en el ámbito académico que, pese a su supuesta buena intención pedagógica, a partir de una determinada edad suena como una maldición. Cuanto mayor eres, peor. Te la digan en el instituto cuando eres adolescente, en un grado superior, en la universidad, o haciendo un máster cuando ya eres un veterano bregado en la materia, el orden cae como una mala noticia: "Tiene que hacer un trabajo en grupo". Nada más oírla, los estudiantes saben que comienza una gincana de excusas y obstáculos. Aprietan los dientes, cogen aire y levantan las cejas conscientes de que apenas les acaban de situar en el límite de un precipicio que en las próximas semanas tocará bajar derrapando ya duras penas. El final de trayecto tendrá un regusto agrio y un resultado más precario de lo que hubieran querido. En última instancia, sólo queda la alegría de haberte quitado el muerto de encima.

Durante la infancia, cuando las habilidades sociales todavía se están desarrollando, hacer trabajos en grupo es comprensible: estimula el espíritu de equipo y se aprende a gestionar tareas, emociones y conflictos. Según cómo, también ayudará a descubrir qué rol acabarás jugando en la vida ya entrenarte para la frustración. A partir de la adolescencia, ya ves las trampas en el planteamiento. El mundo ya empieza a dividirse entre los currantes y los que no dan brote. Es el despertar, también, de un curioso colectivo que perdura a lo largo de generaciones y generaciones: los que se comprometen a juntar las diferentes partes del trabajo, y que un 99% de las veces lo hacen tarde y mal.

Un estudio del 2018 de Chang y Brickman expone que la gran tragedia de los trabajos en grupo es la desigualdad. Lo habíamos notado. La inmensa mayoría de estudiantes encuestados en esta investigación lamentan que siempre hay miembros que desaparecen a la hora de trabajar y que la evaluación final no es justa con la realidad del proceso ni con la implicación de sus integrantes. La percepción de injusticia durante la realización del trabajo es tan alta que los trabajos en grupo dejan de ser un espacio de aprendizaje por ser un cargante ejercicio de paciencia y pura resistencia en la interacción social. Otro dato interesante de un estudio similar alerta de que la percepción de injusticia dentro de un grupo afecta desde el inicio al bajo rendimiento del equipo. El trabajo ya está herido de muerte antes de empezar. Otros estudios describen un fenómeno inherente a los trabajos en grupo: el social loafing, que es la tendencia a esforzarse menos cuando el mérito es compartido. Un estudio de 2005 de Piezon y Donaldson centrado en cursos universitarios online concluye que en los grupos de trabajo grandes se crea una zona de sombra que permite a determinados individuos desaparecer misteriosamente sin dejar ni rastro. El resto del grupo no se atreve a presionar a los compañeros fantasma por pereza o por miedo al conflicto. Nadie quiere hacer de sheriff. La conclusión es tan sencilla como demoledora: si quieres fugarte de currar, hazlo tranquilo, que nadie te perseguirá. Otra consecuencia que se deriva de esta situación, analizada por otro estudio, es que ante los desequilibrios y la falta de coordinación, hay personas que tienden a echar por el derecho. Son los que acaban haciendo el trabajo por los demás.

El profesorado, que es gato viejo, sabe perfectamente que ésta es la realidad de los trabajos colectivos. La dimensión de los grupos suele tener que ver con la cantidad de alumnos que hay en el aula. Cuanta más gente, grupos mayores. Detectan perfectamente la desigualdad en el trabajo, la falta de equidad y de responsabilidades. Sin embargo, insisten en el método y crean grupos de trabajo de seis o siete personas, o las que convenga. No insisten en que los trabajos en grupo esconden una ventaja logística innegable: tener que corregir menos.

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