Aeropuertos, bancos y el país que queremos ser
Estos días coinciden dos cuestiones primordiales. Por un lado, la Generalitat y gran parte de la sociedad civil insisten en ampliar el aeropuerto de El Prat para reforzar la conexión intercontinental de Catalunya. Por otro lado, el Banc Sabadell es objeto de una operación de absorción por parte del BBVA. Dos noticias aparentemente desvinculadas que leídas con una mirada de país forman parte de un mismo debate: ¿qué queremos ser?, ¿qué economía queremos construir?
La ampliación del aeropuerto se explica como una apuesta por atraer talento, inversión y actividad económica de valor añadido. Es una aspiración necesaria. Pero hay que decirlo claro: una pista más larga no transforma por sí sola el tejido económico de un país. Puede ser una condición necesaria, pero no es, en ningún caso, suficiente.
El proyecto del aeropuerto debe formar parte de una estrategia que complete un ecosistema propio –como el que tienen Baviera y otras superregiones europeas–, que integre un sistema robusto de salud pública, políticas medioambientales valientes, un sistema educativo de calidad, investigación e innovación conectadas con la economía productiva, un mercado financiero arraigado y competitivo creativo vivo, y, naturalmente, una financiación justa y solidaria.
Proyecto global
Sin una estrategia coherente, una gran infraestructura puede acabar siendo sólo una gran puerta de entrada para mayor turismo masivo y mayor presión sobre la vivienda y los servicios. En cambio, si forma parte de un proyecto global puede convertirse en una palanca de transformación real.
El caso de Múnich lo ejemplifica con claridad. Es una ciudad con una población similar a la de Barcelona. No es capital de estado (pero sí, y esto es relevante, de un estado federal), y ha sabido construir una economía robusta basada en la industria avanzada, el conocimiento, la investigación y las finanzas. Tiene, sí, un potente aeropuerto intercontinental. Pero este aeropuerto es a la vez consecuencia y motor de un ecosistema completo: grandes empresas, universidades de excelencia, clusters tecnológicos y un sistema financiero propio.
Cataluña, gracias a los grandes esfuerzos colectivos de las últimas décadas, no está tan lejos como podría parecernos aspirar, desde un modelo diferente (menos industrial y más basado en la investigación y otros servicios de valor añadido), a unos resultados como los del modelo de Baviera. Contamos con un buen sistema público de salud –aunque infrafinanciado–, con unas universidades y centros de investigación destacados, con un tejido cultural propio y dinámico, con el primer puerto del Mediterráneo y mucho más.
Nos falta, sin embargo, mejorar el sistema educativo preuniversitario, definir un modelo urbanístico y de vivienda digna, reforzar las infraestructuras de movilidad (red de Cercanías, AP-7, etc.) y garantizar una financiación justa. Si damos este paso, nos pareceremos a Múnich en los resultados. Si no, corremos el riesgo de bajar de división y ser como Manchester, Lyon o Marsella: ciudades importantes, con algunos atractivos notables, pero sin conexiones intercontinentales ni una economía capaz de competir a nivel europeo en sectores de alto valor añadido. Ciudades atrapadas en una especie de segunda división, que han perdido peso estratégico dentro de Europa y sus propios estados.
La opa en el Sabadell
Y ahí entra el caso del Banc Sabadell. No se trata sólo de un cambio de dirección fiscal. Es una absorción que beneficia a los accionistas y directivos del BBVA –que, hay que decirlo, hacen lo que les toca– pero que perjudica gravemente a clientes, trabajadores, ecosistemas empresariales y territorios enteros.
Concretamente, pone en riesgo la vitalidad de la economía productiva del arco mediterráneo y del norte del Estado: ambas zonas con el tejido económico más dinámico y exportador de España. Es, por tanto, una operación contraria al interés general de toda la ciudadanía española, no sólo de la catalana y la valenciana.
En Catalunya, además, la opa agrava aún más la situación. Como señalaba recientemente Agustí Sala en ese mismo diario, si la operación prospera, más del 70% de la cuota de mercado quedará en manos de sólo dos entidades: CaixaBank y BBVA. Una concentración inédita en Europa, que reduce la competencia, empobrece la oferta financiera y debilita el arraigo territorial. Además, deja a la mayor parte de las empresas familiares –que son el corazón del tejido productivo catalán– en manos de un cuasioligopolio bancario. Y esto, a medio plazo, debilitará al tejido empresarial catalán. A medio plazo, pues, pierde todo el mundo. Europa quiere fusiones transfronterizas justamente para evitar oligopolios internos.
No podemos querer un aeropuerto como el de Múnic y al mismo tiempo dejar perder una estructura bancaria como el Banc Sabadell. Es una entidad arraigada, que entiende el tejido empresarial y que forma parte de la infraestructura invisible que hace posible que Cataluña crezca, invierta e innove.
Una pieza clave
Por eso, para garantizar el interés general, es tan necesaria la intervención del gobierno español, así como la presión firme y compartida de las administraciones públicas, los partidos catalanes y la sociedad civil. No como defensa de un banco concreto, sino como protección de una prenda clave de nuestro sistema económico.
El presidente Illa aspira a situar de nuevo la economía catalana entre las más potentes de Europa, y es una aspiración oportuna y acertada, y probablemente compartida por una amplia mayoría de los catalanes. Para conseguirlo, y por coherencia, es necesario proteger los activos que pueden hacerlo realidad. Esto incluye las infraestructuras (como el aeropuerto), pero también las instituciones económicas (como el Banc Sabadell) y todo lo que conforma un ecosistema socioeconómico completo.
Barcelona puede ser Múnich. Pero sólo si hace lo que Múnic y Baviera hacen: tener una visión de país, una estrategia compartida y gobiernos capaces de generar consensos a largo plazo. Y por eso es necesario exigir al Estado un sistema de competencia bancaria que no permita la concentración oligopolística. Y, en paralelo, poner a la economía productiva en el centro de las prioridades políticas catalanas. Con ambición, visión y compromiso.
Si lo hacemos, podemos llegar a ser lo que seguramente queremos ser la mayoría de los catalanes: un país con personalidad propia, dinámico, próspero y solidario con todos.