Las incipientes conversaciones para la paz en Ucrania, promovidas y conducidas por el presidente estadounidense, Donald Trump, están evidenciando lo que, de hecho, hace ya tiempo que resulta evidente. Que ni Rusia, país agresor, ha logrado su objetivo inicial, que no era otro que llegar hasta Kiev y poner un gobierno títere, ni Ucrania, el país invadido, ha logrado repeler al enemigo, que ha consolidado sus posiciones en la frontera este (Rusia controla un 19% del territorio ucraniano). Si la paz reconoce más o menos esta situación territorial y, a la vez, tal y como está sobre la mesa, incluye una garantía sólida de seguridad para Ucrania que haga inviable un nuevo ataque ruso pero que no comporte la entrada de Kiev en la OTAN, ninguno de los dos bandos enfrentados habrá salido ganador de la guerra.
Si alguien habrá sacado partido será el mediador Trump, que habrá arrancado de sus tradicionales socios europeos atlantistas un compromiso militar mucho más fuerte, real y concreto, tanto presupuestario (con gasto incluido a la industria armamentística de Estados Unidos) como sobre el terreno, y, a la vez, habrá conseguido una relación de confianza con Putin, al que habrá alejado estratégicamente de la tentación china. Además, también sacará provecho en concepto de tierras raras de Ucrania. Claro: Trump siempre se lo cobra todo. Y, de paso, en su desinhibido estilo fanfarrón, podrá seguir insistiendo en que merece el Nobel de la Paz.
La estrategia mediadora de Trump ha consistido, desde el inicio, en no distinguir entre agresor y agredido, y, de hecho, ha flirteado descaradamente con el líder ruso, Vladimir Putin, ha culpabilizado al presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, y ha despreciado a los mandatarios europeos. Trump no ha tenido ningún tipo de vergüenza a la hora de rehabilitar a Putin en Alaska y a renunciar a un alto el fuego como condición lógica previa para las conversaciones. Una vez hecho esto, ha dejado que la plana mayor europea le rindiera pleitesía en el Despacho Oval, escuchándolo a coro y disciplinadamente, una imagen muy ilustrativa de la nueva diplomacia trumpista: todo tiene que pasar por su persona, todo gira en torno a sus intereses y caprichos, él tiene la primera y la última palabra.
Sea como sea, si de verdad se avanza, ahora sí, la paz en Ucrania será bienvenida. En primer lugar, para poner fin a tantas muertes y tanto dolor durante tres años y medio de guerra. En segundo lugar, si sirve para que Putin haya entendido que no se le van a permitir más aventuras europeas. Y, en tercer lugar, si sirve, también, para que Europa se ponga las pilas en materia de defensa y política exterior. Lo que hoy puede parecer, en buena parte, una humillación del Viejo Continente ante Estados Unidos trumpistas y una cesión de Ucrania a la Rusia putinista –por cierto, habrá que establecer garantías para la población ucraniana que pase a Rusia–, podría ser un primer paso para el empoderamiento soberano europeo en defensa propia. Ojalá.
Pero todo esto está por ver. Primero hará falta que Putin acepte efectivamente a Zelenski como interlocutor –lo ha calificado repetidamente de nazi y ha querido apartarlo a cualquier precio–, que dejen de caer proyectiles en las ciudades ucranianas y que se concreten los acuerdos sobre el mapa y sobre el terreno. Aún estamos lejos.