¿Por qué compramos entradas de un concierto dos años antes?
El miedo a perder experiencias únicas lleva a reservar meses antes y planear con mucha antelación nuestro tiempo libre
BarcelonaLas entradas se terminan en un cerrar y abrir de ojos. Para llegar a todo, nos vemos obligados a quedar con meses de antelación para no perdernos ese espectáculo, ese artista en directo o aquella comida en un restaurante con estrellas Michelin. La espera se dispara si queremos ir a un concierto o festival, a veces, hasta dos años. Pero ¿nos cansamos de llevar un QR al móvil para acceder a un espacio de ocio, o avanzamos sin remedio hacia un horizonte donde la improvisación es imposible?
“No disfrutas de la cultura, la vives como un éxito. Conseguir entradas es cómo una guerra y la cultura no debería ser esto”, afirma Gerard Castillo, de 23 años y vecino de Andorra. Explica que se ve resignado a adoptar la "dinámica de la prevención": "Compro las entradas sin saber si podré ir a cierto evento o incluso si tendré ganas, sólo por no quedarme sin él". Los grandes festivales, como el Primavera Sound, el Cruïlla, el Sónar, los conciertos de grandes artistas y los restaurantes de estrella Michelin son la máxima expresión de la cultura del consumo del sold out: si no hay entradas, es porque es un éxito. Y esta forma de pensar se ha ido extendiendo y ha ido más allá de los grandes fenómenos –como podría ser el de Taylor Swift– para acomodarse en un ocio más cotidiano, como el ocio nocturno o los conciertos de artistas locales. Esta visión consumista repercute, inevitablemente, en las salas y profesionales que carecen de los recursos para entrar en la rueda de la gran promoción cultural.
Las redes tienen un gran papel a la hora de envolver un evento de exclusividad y son la herramienta perfecta para crear la sensación de FOMO (fear of missing out) o, lo que es lo mismo, el miedo a perdernos una experiencia. Marc Barbeta, sociólogo de la Universidad Autónoma de Barcelona, explica que un concierto, por ejemplo, podrá tener más valor “si es capaz de generar una barrera simbólica a su alrededor” y separar a los que estuvieron y los que no. Esto es lo que crea una experiencia exclusiva, que además puede ser explicada de forma virtual “en el magnífico escaparate” que son redes como Instagram o TikTok.
Anna Paniagua, vecina de Barcelona, está más que acostumbrada a esperar para ver a sus artistas favoritos. Su propio récord fue más de dos años: se compró la entrada en el 2021 por ver Justin Bieber en 2023. De hecho, el concierto se canceló. No son raros estos casos, puesto que eventos tan masivos piden una planificación exagerada, pero ha habido una extensión de esta dinámica, incluso con artistas nacionales. Es el caso de Dani Martín, que en marzo anunció siete conciertos en Madrid en diciembre del 2025 y el mismo día se habían agotado las entradas para cinco de las fechas.
Incluso podemos sentir que se nos cierran puertas a la cultura. Éste es el caso de Íngrid Graells, joven de Navarcles que vive en Barcelona y explica que consume un ocio peor: “Priorizo la comodidad antes que hipotecarme una noche y después tener que pensar en revender las entradas”. Marc Barbeta se pregunta si queda algún espacio de consumo cultural que no pase por una profunda mercantilización: “Creo que pocos”, y explica cómo esto repercute en nuestra dificultad de vivir sin saber lo que vamos a hacer. El sociólogo afirma que "tenemos un consumo basado en el aquí y ahora y cada vez más nos cuesta soportar el malestar que nos genera la incertidumbre".
Comprar las emociones antes que la experiencia
La pandemia de la Covid ha sido una de las responsables de esta mercantilización, especialmente del ocio nocturno, y muchos jóvenes coinciden en que ha enquistado unos precios más elevados: "Antes podía salir a Razzmatazz por tres euros. Esto ya es imposible en cualquier sitio de Barcelona". Víctor Sanz, vecino del barrio del Raval, siente que está comprando la experiencia de consumo (merchandising, anuncios, etc.) antes de que el disfrute de ver a los artistas que le gustan: “No generamos el ocio de forma orgánica”. Esta reflexión también es compartida por la socióloga Eva Illouz, quien explica en una entrevista que lo que realmente se nos vende no son ni productos ni servicios de ocio, sino emociones-mercancía que podemos asociar a un evento ocioso.
De hecho, también se presenta una cierta resistencia a esta cultura de comprar ocio masivo y con mucha antelación, sea por factores sociales o económicos: no todo el mundo puede permitirse pagar 25 euros por un evento. Algunos colectivos en Barcelona, como MUSA, Desacato Goblin o La Bellaquera, entre otros, optan por ofrecer un consumo accesible del ocio nocturno con taquilla inversa, entradas a precios reducidos o acceso gratuito para colectivos vulnerables.
Sin embargo, Barbeta pone sobre la mesa que ante esta hiperplanificación, también estamos expuestos a discursos que promueven un estilo de vida contrario, que promueven el cambio, la fluidez y la improvisación. Esto nos lleva a una paradoja, una "planificación desplanificada" que sólo está al alcance de pocos grupos sociales. Siguiendo al sociólogo, podríamos estar ante lo que el antropólogo Gregory Bateson ejemplifica: “Fluye, sé espontáneo, pero no dejes de reservarme la entrada a mí, en mi macrofestival de verano”.
¿Podemos escapar del 'FOMO'?
El síndrome FOMO, o fear of missing out, se define como el miedo a quedarse fuera de algo que es tendencia y que normalmente va ligado al mundo tecnológico. Sin embargo, hemos terminado extendiendo el significado al miedo a perderse experiencias. Lo podemos sentir durante nuestro día a día, sobre todo si estamos acostumbrados a recibir muchos inputs: estar constantemente conectados nos hace desear lo que vemos y rechazar lo que vivimos en el momento. De esta forma, podemos pensar que necesitamos ciertos objetos o ir a ciertos lugares, como es el caso de un concierto de gran magnitud, por ejemplo, porque hemos visto en las redes que unos conocidos han asistido, o bien porque internet nos bombardeó con alertas de agotamiento de entradas.
Núria Codina, catedrática de psicología social y del ocio de la Universidad de Barcelona, explica que, además de las consecuencias negativas que puede tener esta dependencia digital, "hay un problema de gestión del tiempo y un problema afectivo -relacional". Pero ¿cómo podemos afrontar la necesidad de estar conectados todo el rato y el FOMO ¿que nos puede provocar este hecho? Codina recalca que es necesario tomar conciencia de la dependencia "no justificada" y que podemos hacer un recuento del tiempo que estamos conectados y valorarlo: ¿qué estamos haciendo cuando estamos con el móvil?
Es cierto que es una sensación o un síndrome ligado a los más jóvenes, pero los adultos, aunque quizás en grado más bajo, no son ajenos a la hiperconectividad, y menos a las lógicas de consumo que hoy en día rigen el mundo de la música y del ocio en general. Todavía es temprano para ver cómo nos afectará con el paso del tiempo esta dependencia digital, pero de lo que sí somos conscientes es que A) es complicado escapar y B) le falta compasión por aquella cultura que se escapa de las grandes masas.