De Genguis Kan a Renoir y los Médici: ¿por qué nos fascinan las cabañas?
Hablamos con Eva Morell, autora del libro 'Refugio: Una historia de cabañas', que explora la importancia de estos espacios físicos y mentales
BarcelonaEs y ha sido el sueño de muchas infancias. Construir una casita encima de un árbol, hacer una fortificación bajo la mesa del comedor, con almohadas y sábanas, esconderse en espacios pequeños y resguardados... La creación de todo tipo de cabañas y refugios nos ha acompañado durante la infancia y después, ya de adultos, muchos nos hemos sentido atraídos por aquellas casitas. Son espacios que evocan una fuga plácida del mundo que nos rodea, donde podemos volver a estar nosotros mismos lejos de las miradas ajenas.
Una cabaña es, en realidad, un vestigio de nuestra arquitectura más primigenia y nos viene de tan lejos, que es como si lo lleváramos en los genes. Refugio: Una historia de cabañas (Debate, 2025). Esta periodista y creadora de la newsletter de éxito El club de la cabaña asegura que las cabañas no sólo se erigen como una alternativa a la ciudad, sino que se convierten en un recordatorio de lo que somos cuando pulsamos el freno. Una necesidad existencial creada por los tiempos convulsos que vivimos, en los que somos víctimas de una pérdida de conexión con nosotros mismos.
Sin embargo, la pasión por las cabañas ya viene de hace mucho tiempo. Según Morell, ya en época romana, el arquitecto Vitruvio las definía como el espacio primigenio desde donde después salió toda la arquitectura. Además, precisamente los romanos fueron los primeros en hacer de las cabañas su espacio de ocio, descanso y desconexión, de forma parecida a como hoy tenemos planteadas las segundas residencias.
Por su parte, el propio Genguis Kan en el siglo XIII ya hacía lo que hoy se conoce como glamping, es decir, alojarse en cabañas lujosas: "No hemos descubierto nada nuevo. Él ya iba con tiendas de campaña llenas de alfombras, lámparas y todo tipo de lujos, que plantaba por donde pasaba", remarca Morell.
Igual de sorprendente es la historia de la familia de los Médici, que en la época también era conocida por tener casas en lo alto de los árboles. "Tenían una en cada palacio y allí hacían fiestas y cenas con los amigos". Como buenos influencers de la época, esta tendencia se extendió entre la alta aristocracia y desde entonces todo el mundo quería tener una casita en lo alto de los árboles, al igual que ellos. Incluso los británicos los copiaron y la reina Isabel I fue una de las primeras en tener la suya. Todavía hoy se puede ver la cabaña más antigua del mundo en lo alto de un árbol, en Pitchford Hall, que data de 1692.
El entusiasmo por las cabañas también estalló fuerte en Francia, tras el éxito de la publicación del libro Robinson Crusoe, publicada en 1719. "Un hombre que estaba obsesionado por el libro construyó en las afueras de París una casa en lo alto de un árbol de tres o cuatro plantas y la convirtió en un restaurante", explica Morell. A partir de aquí, en sus proximidades se construyeron más de un centenar de chiringuitos y establecimientos similares y se convirtió en el lugar preferido de la bohemia y la clase alta, que iba a pasar sus días de ocio. Según la autora, muchos pintores impresionistas como Monet o Renoir se inspiraron en los paisajes de este lugar, donde los parisinos iban a pasar los fines de semana entre bailes y picnics en la naturaleza. "Incluso Dickens estuvo y dejó algún escrito sobre el sitio, pero todo cayó en decadencia y desapareció tras la Segunda Guerra Mundial", lamenta.
Espacio creativo y místico
A lo largo de la historia, son muchos los artistas y creadores que se han retirado en cabañas para poder realizar su obra con tranquilidad. En el libro, Morell expone casos conocidos como el del escritor y dramaturgo irlandés Bernard Shaw, quien se hizo construir una cabaña en el jardín de su casa. "Le puso de nombre Londres y cuando le llamaban y no quería que le molestaran, decía que estaba en la capital británica, dejando entender a la gente que se había ido a la ciudad", explica la autora. También se explican los casos de filósofos como Martin Heidegger o Ludwig Wittgenstein, que se aislaban completamente en cabañas en medio del bosque para poder trabajar. a mantener una vida apartada de la gente y en los bosques: Henry David Thoreau, autor de Walden. "A pesar de vivir en el bosque, Thoreau cada día iba al pueblo a tomarse un café y su madre le venía a hacer la colada", remarca Morell.
Al final, según la autora, una cabaña no son sólo cuatro paredes y un tejado a dos aguas, como muchos imaginamos. Una cabaña también puede ser un refugio interior que todos y cada uno de nosotros creamos cuando tenemos necesidad. Hay series de televisión que, cuando las seguimos, nos evocan esa sensación de protección y rescoldo, o libros que nos reconfortan mientras saboreamos sus páginas. La cuestión es sentirse en casa, esté dondequiera que nos encontremos.