¿Cómo eran los veranos de nuestros abuelos?: "Nos lo pasábamos bien sin gastar dinero"
Conversamos con tres testigos nacidos entre los años treinta y cincuenta que recuerdan cómo pasaban las vacaciones cuando eran criaturas y adolescentes
BarcelonaCon las manos gastadas por los años y los recuerdos, Lola nos enseña fotografías llenas de memoria. En una se ven dos chicas en bañador sobre una Vespa. Sonríen a cámara, llenas de juventud y de vida. En la otra, un grupo de niñas frente a un pequeño autobús con el rostro lleno de ilusión. Ese día se marchan de excursión y todavía está todo por hacer y por descubrir. “¡Qué tiempo!”, rememora Lola, que ahora pasa el rato con Xavier y Mari Montse en el Espai de Gent Gran Carlit, en el Eixample de Barcelona. Los tres quieren explicarnos cómo eran aquellos veranos de su infancia y juventud. Tres historias muy distintas, pero que tienen en común unos meses de libertad y descubrimiento que se han ido perdiendo con el tiempo.
Veranos en el campo
Nacida en 1939 entre viñedos en el pequeño pueblo de Subirats, Lola recuerda sus primeros veranos jugando todo el día en la calle. “Era un pueblecito muy pequeñito, de campesinos. Los niños y niñas éramos los mismos que los de la escuela y íbamos todos juntos y jugábamos, nos divertíamos y también nos peleábamos”, ríe. “Cogíamos uvas y jugábamos en el huerto con los abuelos a recoger tomates y ayudarles. Nos decían: «¡No pases por aquí!» «¡No pises esto!»”, sigue riendo.
Ella, de estudios, sólo tuvo los básicos, pero se alegra de haber nacido en una familia campesina: “Alucino que señoras de mi edad, que son hijas de Barcelona, no tienen ni idea de cómo crece una judía ni cómo es un conejo. Yo veía conejitos pequeñitos, los cogía del nido. Teníamos un patio con gallinas, patos... También una bodega donde hacíamos el vino”, recuerda Lola, que durante aquellos veranos venían a vivir a casa sus primos de Barcelona. “Le tenían miedo al gallo y las gallinas, y había un pato que era malo y los mordía porque no los conocía”, recuerda, y se ríe. “Eran niños de ciudad y no tenían ni idea de las guindillas. Yo les decía «mira, eso es una mariquita, y si la hay, es que hay un buen fruto» y ellos me decían «¡oh, qué bonito!», explica sonriendo.
Entonces los niños se entretenían con pocas cosas: “Jugábamos a balas ya cromos, que hacíamos con las tapas de las cajas de cerillas, pero éramos muy felices”. Como ese día que, con las amigas, descubren un margen e improvisan un tobogán. “Nos poníamos arriba y bajábamos una y otra vez, pero nos rompíamos las braguitas y cuando volvíamos a casa las madres nos estomacaban el culo!”, ríe Lola. En aquellos veranos lejanos también recogía cerezas y hacían excursiones por el bosque hasta la capilla de Sant Joan, donde se llevaban la merienda y organizaban una romería, cantando y bailando sardanas. A veces incluso hacían algunas excursiones con la maestra de la escuela por los pueblos de alrededor.
Siempre en la calle
Xavier, nacido en Barcelona en 1948, pasaba la primera parte del verano en la torre de veraneo que había hecho su bisabuelo en Sant Cugat. Pero sus mejores recuerdos son los de cuando iba a pasar el resto del verano a casa de su abuelo, que provenía de un pueblo de Valencia, cerca de Xàtiva. “Era muy pequeño y no pasaban coches, por lo que podías estar todo el día jugando en la calle. Nunca paraba por casa, con los amigos nos íbamos a bañar a una acequia o al río Júcar”, rememora. Tampoco faltaba nunca en las fiestas mayores, donde había auténticas explosiones de petardos. Asegura no haber sentido tanta libertad como entonces. “A la hora de comer y cenar mi abuela salía en medio de la plaza a llamar mi nombre: «¡Xavieeer!» –ríe– “No sólo lo hacía ella, muchos otros padres también salían a llamar a sus hijos, porque nunca sabían dónde estábamos”. Y más: “Nos lo pasábamos bien sin gastar dinero. Como máximo en el pueblo venía un camionero alguna tarde a llevar salaitos, que eran unos palés hechos de pan y sal, u otro que vendía cohetes”.
Quien también sintió mucha libertad durante sus veranos de infancia fue Mari Montse, la más joven de los tres. Nacida en 1956 en Mataró, sus veranos les pasaba en la misma ciudad. Sin embargo, entonces donde ella vivía las calles todavía no estaban asfaltadas y sus alrededores estaban llenos de campos y huertos. "En junio hacían una feria, que entonces tenía más tirada que Les Santes, y montaban los caballitos y el tren de la bruja, pero cuando llovía se quedaba todo embarrado", recuerda.
Por las noches, todos los vecinos sacaban las sillas fuera de la calle y comentaban cosas sobre las estrellas. Por San Juan, llevaban los muebles antiguos y hacían una gran hoguera. Y los niños se pasaban el día jugando en la calle. "No recuerdo que nadie nos vigilara, pero supongo que alguien lo hacía", reflexiona. Es consciente de que los veranos de entonces eran muy distintos. Para empezar, mi madre siempre estaba en casa y eran ocho hermanos. “Ya éramos un grupo, y los mayores cuidaban a los pequeños”, continúa. No tenían grandes lujos, pero se sentían satisfechos. “Un día vino un americano con un coche teledirigido, y para nosotros eso era... ¡uba! Como de otra galaxia, pero al cabo de tres días ya nos habíamos olvidado y volvíamos a jugar con nuestras cajas de zapatos con botones y alambres”, rememora.
No fue hasta los diez u once años que empezó a marcharse de colonias, una nueva etapa que le entusiasma. "Era como ir a un mundo nuevo, donde conocías a gente más allá de los vecinos de la calle y los amigos de la escuela". Un par de años fue a una casa en Sant Julià de Vilatorta. "Por la mañana íbamos a la piscina en Folgueroles y nos pasábamos el día haciendo actividades y excursiones", explica con una sonrisa.
De fiesta en fiesta
Con los años, los tres fueron creciendo hasta entrar en la adolescencia y juventud, cuando sus veranos cambiaron algo. Lola y sus amigos empezaron a hacer excursiones más largas que organizaba el cura del pueblo. "Fuimos a la playa de Coma-ruga, a Barcelona ya la feria de muestras, donde alucinamos, también a Lourdes y muchos otros lugares", recuerda emocionada.
Xavier, por su parte, empezó a trabajar a los 16 años y sólo tenía un mes de vacaciones. En esos momentos tenía unos tíos que alquilaban un apartamento en Queralbs, donde él hizo muchos amigos. “Siempre que podía, iba hacia allá arriba. Con los amigos siempre buscábamos a qué casa podíamos ir, dónde no estuviera los padres”, ríe. “Entonces no había locales como ahora y tenías que montarlo haciendo fiestas en casa de alguien. A mí me decían En el Capone, porque era lo que pon los discos”, recuerda riendo. También fue una época de no faltar a ninguna de las fiestas mayores de los pueblos de alrededor.
Mari Montse, en cambio, siguió yendo de colonias y recopilando experiencias, como los fuegos de campo y los descubrimientos musicales. “Descubrimos a Trinca, Sisa... todo era nuevo y diferente para nosotros”, se le iluminan los ojos. Las despedidas siempre eran muy emotivas, cuando cantaban La hora de los adiós y sabían que, a muchos de los amigos, ya no volvería a verlos nunca más. "No es como ahora, que todos estamos muy conectados, antes los teléfonos iban como iban y yo no era mucho que escribir cartas", reflexiona. Más tarde, con diecinueve años, empieza a viajar por su cuenta a los veranos: “Fui a Inglaterra en autobús y después hasta Escocia haciendo autostop”, recuerda.
Han cambiado mucho los veranos desde los años en que ellos eran jóvenes y apenas descubrían el mundo. Sin embargo, tienen la certeza de que siempre mantendrán su recuerdo muy vivo y luminoso.