El fin del Gobierno Johnson

Johnson, el bufón a quien le reían las gracias

La arrogancia, más que sus continuas mentiras, ha marcado la caída de Johnson

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LondresEn las primeras horas del 7 de mayo de 2010, el entonces primer ministro británico, el laborista Gordon Brown, empezó a hacer números para ver si lo conseguía y podía continuar en Downing Street. El batacazo electoral había sido duro después de trece años en el poder (los primeros diez, 1997-2007, con Tony Blair como premier) y después de haber superado la etapa inicial de la crisis económica de 2008, pero no extremadamente catastrófica. Tenía algunas posibilidades –pocas– y decidió explorarlas.

El verdadero ganador de aquellas elecciones no fue el líder conservador, David Cameron, sino Nick Clegg, el jefe de los liberaldemócratas, que se convertían en partido bisagra y que estaban en condiciones de formar gobierno: a la derecha o a la izquierda. A la derecha, con una holgada mayoría absoluta; a la izquierda, con una casi mayoría absoluta, porque los labour-libdems se quedarían a cinco escaños del umbral mágico (320).

Después de un largo fin de semana en el que Brown intentó convencer a Clegg de que lo apoyara, y en el que la prensa protory le dijo de todo al premier –lo más bonito, okupa, puesto que supuestamente se negaba a salir del número 10–, Clegg finalmente se inclinó a la derecha. Así unió su suerte a la de Cameron y a los salvajes recortes que impuso su ministro de Economía, George Osborne, y al incremento del 200% de las tasas universitarias. Aquello fue una traición en toda regla a los jóvenes, porque durante la campaña Clegg había prometido explícitamente que no lo haría. El partido todavía paga ahora aquellos platos rotos y Clegg vive tranquilamente en California, trabajando para una de las amenazas a la democracia, Facebook, como se demostró a raíz del caso Cambridge-Analytica y la campaña del referéndum del Brexit.

Un manifestante a favor del Brexit en Londres.

En aquel largo fin de semana –muy poco habitual para un sistema político como el británico, siempre avezado a producir mayorías absolutas–, uno de los observadores más duros contra Brown fue un tal Boris Johnson. Escribe bien, o muy bien, y tiene una pluma penetrante, que a veces roza o supera la grosería.

Pericles y Sófocles

El pasado miércoles, durante el interrogatorio al que el entonces todavía no dimisionario Johnson fue sometido en el Comité de Comités del Parlamento –lo forman los presidentes de todos los grupos sectoriales–, el premier bromeó sobre las piezas que él escribió entonces, refiriéndose a los gobernantes que se aferran al poder. Para demostrar su formación clásica –que exhibe siempre que es necesario y cuando no ha lugar también– dijo que algunos de aquellos artículos los podían haber firmado Cicerón, Platón o Aristóteles. Sin falsa modestia, es lo que piensa de sí mismo, y no es por casualidad que tiene en el despacho de Downing Street un busto de Pericles.

Sófocles es otro de sus admirados autores. En la cumbre de la ONU sobre el clima, el año pasado en Glasgow, se las apañó para citar unas líneas de Antígona. Entre el miércoles y el jueves, Antígona sobrevoló Downing Street. En concreto el diálogo entre Creonte, rey de Tebas, y Hemón, su hijo. "¿Tendría que gobernar la ciudad para los otros y no para mí?", pregunta Creonte. "No hay ninguna ciudad que pertenezca a un solo hombre", le dice Hemón. "Por lo tanto, ¿una ciudad no pertenece al hombre que la gobierna?", replica el padre. Y Hemón le hace ver que "un solo hombre solo puede gobernar una ciudad vacía".

Gobernar la ciudad vacía

Resulta sorprendente que Johnson no tuviera en la cabeza este diálogo en las horas que siguieron las dimisiones de Rishi Sunak y Sajid Javid, y la cascada de renuncias posteriores. La prensa británica, en concreto el Times, ha explicado que no fue hasta el miércoles a las 22.30 h –cuando ya habían dimitido 46 altos cargos– que tiró la toalla. Hasta entonces creía que podría seguir gobernando. Era el único que veía que gobernaría una ciudad vacía, porque ya se había quedado a solas. El jueves por la mañana se levantó pronto y desde las 6.30, hora local, estuvo trabajando en su discurso de despedida, siempre según el relato del Times.

El fin del hechizo

Dice mucho del personaje que la caída final esté tanto o más relacionada con la arrogancia, la terquedad y la imposibilidad de cambiar de modus operandi que con las muchas mentiras que ha ido esparciendo a lo largo de su vida pública. Y, sobre todo, con la impunidad. La misma que de acuerdo con el periodista y escritor conservador Andrew Gimson, autor de Boris. The making of the prime minister, es propia de una clase política inglesa del siglo XVIII, caracterizada por "una tradición licenciosa, irrespetuosa y no oficial" y por negligir las reglas. En una sociedad en el fondo tan puritana y rígida como la británica, la actual heredera de la todavía más rígida y puritana época victoriana, quizás es este punto rompedor y libertino, y su populismo de pub y sunday roast, lo que ha fascinado y deslumbrado tanto a la opinión pública. Pero el hechizo se ha roto.

Gordon Brown no podía explorar las posibilidades de una coalición sin ser un okupa, pero Boris Johnson sí que podía invocar a Creonte. Al fin y al cabo, de pequeño Johnson no soñaba con ser primer ministro, sino rey del mundo, explica Gimson. La caída en desgracia, sin embargo, no es culpa suya. Lo dijo en el discurso del jueves. Fue el "rebaño" de Westminster, los diputados conservadores, incapaces de ver los horizontes que solo él puede divisar desde su atalaya de privilegios, los que no lo siguieron a la Tierra Prometida.

Continuar en escena

Pero como también dijo en un momento de la despedida, them's the breaks, una expresión en inglés muy coloquial que se puede traducir por "así es la vida", y que solo alguien tan avezado a romper las normas y las convenciones como Johnson podía escribir en su histórico testamento, que también fue el primer acto de la función del resto de su vida. Porque seguro que Johnson continuará en escena. Los bufones necesitan el calor del público, nunca se retiran y tienden a disfrazar de absurdo unos chistes que, en su caso, no tienen nada de gracia: Brexit, corrupción, deslealtad, impunidad, deshonestidad, mentiras… Pero muchos, a Johnson, le reían las gracias.

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