El gran mentiroso que se creía Winston Churchill

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El primer ministro británico Borís Johnson.

LondresHumillado y acorralado por sus ministros y por la presión insoportable de sus diputados. Así ha sido el inevitable final de Boris Johnson (Nueva York, 1964) cuando todavía no hace ni tres años que llegó al poder y cuando apenas hace seis que consiguió cambiar, a peor, el curso de la historia reciente del Reino Unido haciendo campaña por el Brexit. No tenía ningún plan ejecutarlo de manera efectiva –quizás, sencillamente, porque es imposible hacerlo–, las muchas promesas que hizo entonces se han demostrado vacías y el resultado actual es catastrófico: una crisis institucional con Escocia, una frontera en el mar de Irlanda que a medio y largo plazo hace más factible la reunificación de la isla, unas siempre tensas relaciones con la Unión Europea y, en el terreno económico, un descenso del PIB desde 2016 de 4 puntos, entre otros factores por el entorpecimiento de las exportaciones; y, de rebote, un encarecimiento de los alimentos básicos mucho antes incluso que la pandemia y la invasión rusa de Ucrania dispararan la inflación.

El único plan de Johnson, prácticamente desde la cuna, cuando menos desde que estudiaba en Eton como buen representante de la clase dirigente que es, era llegar a Downing Street, posición que creía reservada para él, poco más o menos por derecho de nacimiento y porque siempre se ha visto a sí mismo como la reencarnación en el siglo XXI del Viejo León, Sir Winston Churchill.

Estilo trumpista

A pesar de este espejismo, delirios de grandeza, ahora ya solo puede aspirar a aquello a lo que tienen derecho, si así lo desean, todos los primeros ministros que han señoreado desde el número 10: un busto en el vestíbulo de entrada en la Cámara de los comunes, en el Palacio de Westminster, y un retrato que colgará con más bien deshonor en las paredes de la escalera principal de la residencia oficial de Downing Street. Un retrato que es siempre preceptivo a pesar de que se trate del de un mentiroso y deshonesto premier, que ha intentado aferrarse al poder invocando un mandato popular que ha recordado a un estilo trumpista, como esta mañana afirmaba el exministro tory para Irlanda del Norte, Julian Smith. Sin embargo, lo que no tendrá Johnson, como sí que tiene Churchill, será una estatua de cuerpo entero ante las Casas del Parlamento.

¿Qué ha pasado entre el 23 de julio de 2019, cuando Boris Johnson entró triunfante en el número 10 como sustituto de Theresa May, y el 7 de julio de 2022, cuando se ha visto forzado a salir? Que ha hecho bueno el principio de Peter, según el cual en la administración las personas son promocionadas hasta llegar a su máximo nivel de incompetencia. Y el hombre del pelo revuelto y un espejo como horizonte no estaba preparado para ser primer ministro del Reino Unido. Ni tampoco de Fridonia, el país imaginario de Sopa de ganso, de los hermanos Marx. Entre otras muchas razones, porque Johnson no es una persona sistemática; más bien al contrario, es caótico e inconstante. Y, aun así, se cree que es excepcional.

El joven que se creía superior

Se lo decía a su padre el profesor de clásicas de Eton, Martin Hammond, en un informe escolar cuando el joven adolescente tenía 17 años. “Se cree superior sin necesidad de hacer ningún esfuerzo”. Hammond también consideraba que Johnson se veía a sí mismo como un chico “liberado de las obligaciones que atan a todo el mundo”. Aun así, el profesor aseguraba a Stanley Johnson que Boris “cree que es una grosería por parte nuestra no considerarlo como una excepción”.

Y, sin duda, lo es. Porque nunca nadie con un historial tan extenso de mentiras, falsedades y compromisos rotos, sean políticos, personales o profesionales, ha llegado tan lejos, quizás con la excepción de Donald Trump.

Como político, además, Johnson no tiene ni ha tenido ninguna ideología, ni conservadora ni liberal. Porque Johnson es capaz de prometer una cosa y la contraria, y de cambiar el contenido del mensaje en función de quién lo escucha. Y calcula siempre en función de su interés personal. No en balde escribió dos cartas sobre el Brexit antes de que se iniciara la campaña. Una en la que apoyaba a la UE y la otra en la ruptura con la Unión. Y eligió la segunda porque sabía que, si lo conseguía, podría ser la rampa de lanzamiento para llegar a Downing Street. Nada más lejos de los tradicionales valores conservadores que encarnan desde Theresa May hasta Chris Patten, por ejemplo.

La trampa del populismo

En resumidas cuentas, Johnson solo se ha preocupado por él mismo desde que tiene uso de razón. Que se ocupara de todo un país, y que fuera capaz de dirigir una compleja maquinaria como un gobierno del siglo XXI, era una ficción que solo los más fanáticos brexiters podían creerse. Atrapados en el callejón de salida del delirio antieuropeísta, los tories confiaron en la capacidad de Johnson para conectar con la gente de la calle. No se daban cuenta de que vendían el alma al diablo a cambio de migajas: la trampa del populismo. Migajas de ayer que han llevado al hambre, al desconcierto y al desprestigio de hoy. Y posiblemente, y muy merecidamente, un destino en la oposición para mañana, aunque nunca se puede despreciar la capacidad de decepcionar los propios y los contrarios del líder laborista, Keir Starmer.

Johnson, acostumbrado a retorcer las reglas y las convenciones políticas tradicionales, y la prueba han sido los últimos dos días y todos los escándalos que ha protagonizado, pasará a la historia como el peor primero ministro del Reino Unido, al menos después de la Segunda Guerra Mundial. Su etapa en Downing Street ha hecho digna e incluso eficiente a la amodorrada Theresa May y bastante competente al patético David Cameron. Pero la etiqueta, lamentablemente, no hace explícito todo el daño que Johnson ha hecho en casi cuatro décadas de vida pública, primero como periodista y más tarde como cargo electo.

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