La humanidad está destinada a repetir sus errores porque el adamismo está firmemente incrustado en nuestro ADN. La inteligencia artificial ha espoleado el debate sobre las fotografías falsificadas como si fuera un síntoma de la perversa modernidad, pero el caso es que ya a principios de siglo pasado hubo cierta alarma social sobre estas manipulaciones, que entonces no se hacían a golpe de algoritmo, ni de Photoshop, sino con rupestres tijeras y un polvo de acero. Lo leía en The Pessimist's Archive, donde se han entretenido en rescatar un montón de recortes de prensa que recogen esta inquietud. Uno de los casos que se relatan era el de un hombre que había fabricado una fotografía en la que se le podía ver con el presidente estadounidense de entonces, William Taft. El individuo utilizaba aquella estampa para monetizar –que llamaríamos ahora– su fantástica capacidad de influencia. Fantástica porque sólo existía en su imaginación.
Incluso la promesa de la IA de suministrar imágenes pornográficas con el rostro de nuestros sujetos del deseo tiene poco innovador. Un recorte de 1891 narra cómo una banda se dedicaba al chantaje con fotografías indecorosas de sus víctimas, convenientemente llamadas. Y unos años más tarde otra mafia hacía negocio comercializando falsas estampas de damas de la alta sociedad desnudas. Un senador intentó promover una ley para prohibir estas prácticas, pero no llegó ni a ser votada: se le veían demasiados problemas de concreción a la hora de articularla. El desarrollo de internet y las herramientas de IA habrían sido muy diferentes en caso de haberse aprobado. Y 110 años después la sociedad sigue sin herramientas efectivas para luchar contra quienes usan las manipulaciones fotográficas como arma.