La grandeur era esto. París aspiraba a la capitalidad del mundo y lo logró convirtiendo la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos en un espectáculo televisivo de cinco horas de duración plagado de alegorías históricas y símbolos de identidad. El Sena se convirtió en el kilómetro cero de la cultura, con los excesos del orgullo francés. El director artístico Thomas Jolly amplió horizontes huyendo de las coreografías robóticas tradicionales limitadas dentro de un estadio, superadas a estas alturas por los espectáculos anuales de la Superbowl. Convirtió París en la zona de juego proponiendo la ciudad como espacio de fair play para todos, en un desfile tántrico, quizá demasiado. Las delegaciones repartidas en un catálogo de bateaux mouches convirtieron al espectador en un turista más. Mientras tanto, un relato paralelo de personajes, iconografía y grandes eventos se ponía en marcha mientras un individuo misterioso transportaba la antorcha por las azoteas haciendo parkour. Los comentaristas de la televisión francesa, pese a la alegría del momento, mantuvieron siempre una alegría contenida sin excesos ni aspavientos. Es obvio que la ceremonia fue un repertorio de clichés, pero también que Jolly supo explicar circunstancias del país que iban más allá del tópico, hurgando en conflictos generacionales, lingüísticos y sociales. Amplió los principios de libertad, igualdad y fraternidad al considerar la diversidad, la deportividad, la solidaridad y tantos otros valores que ahora retratan a una sociedad mucho más compleja. Supo ir de lo más antiguo a lo moderno sin miedo. Los Juegos Olímpicos eran buena excusa para recuperar el espíritu revolucionario del siglo XVIII. Un buen momento para reivindicar y transgredir. También en la puesta en escena y la forma de enseñarlo al mundo. Un travelling constante con decenas de cámaras en medio del río.
Lady Gaga homenajeó el cabaret y el music hall (a pesar del lamentable papel de las bailarinas de cancan del Moulin Rouge). La combinación de Aya Nakamura y la Guardia Republicana, con la banda del ejército francés saliendo del Instituto Francés, no era solo un espectáculo musical sino hablar de la evolución de la lengua. La Marsellesa con la soprano vestida como Marianne, el puente de Debilly transformado en un gran banquete para reivindicar la moda y la gastronomía. Espectacular la Conciergerie, la antigua prisión anexa del palacio real, por hacer referencia a la Revolución Francesa, a ritmo de heavy metal y un estallido de sangre precioso, con Maria Antonieta cantando con la cabeza en la mano. Los Miserables, Carmen de Bizet, Julio Verne, el Principito, la Gioconda, el daft punk, las grandes figuras femeninas de la historia, las ratas, los croissants, el rap, las batallas, el amor y la luz. Incluso los personajes de los cuadros del Louvre quisieron asomarse a los balcones para ver el desfile. El globo aerostático seguramente no es el pebetero más bonito, pero recordaba su primer despegue en París. El golpe de efecto emocional lo logró Céline Dion no solo para rememorar a Édith Piaf sino reapareciendo artísticamente a pesar de su enfermedad. El caballo plateado galopando por el agua fue poético y trascenderá como imagen. En los parlamentos oficiales fue inoportuno que a los representantes del Comité Olímpico les aguantaran el paraguas en una tarde donde se mojó todo el mundo. El homenaje a Filippo Grandi cortó el hilo conductor emocional. El orgasmo final llegó con la eyaculación lumínica de la Torre Eiffel, en una avalancha de rayos en todas direcciones.
La lluvia, lo único que no se podía controlar, deslució la fiesta, pero en algunos momentos también la hizo más épica. En la era en la que todo puede ser digital y artificial, lo bonito de este gran espectáculo es que todo era real.