El jueves, el periodista Tucker Carlson, referente de la derecha mediática en Estados Unidos, entrevistaba a Vladímir Putin. Carlson tiene un currículum que define muy bien su perfil ideológico. Incluso la Fox le despidió por su sesgo informativo a favor de Donald Trump que alimentaba las conspiraciones sobre la manipulación electoral. En una entrevista también convirtió en un héroe Kyle Rittenhouse, el chico que asesinó a dos hombres e hirió a un tercero durante las protestas del Black Lives Matter. A Carlson también se le ha visto junto a Abascal.
Esta vez, el periodista ha viajado hasta Moscú. La emisión, en diferido, se ha realizado a través del canal digital del periodista y se puede acceder gratuitamente. Ahora bien, verla es un ejercicio soporífero. Más que una entrevista, es un monólogo de dos horas en el que incluso las escasas preguntas de Carlson son pura anécdota. La emisión comienza con un preludio del periodista que nos explica cómo ha sido la conversación. Un sistema de condicionar al espectador sobre cómo debe percibirlo. En la descripción que hace Carlson añade más pan que queso a la hora de describir su intención de apretar a Putin y la incomodidad de su invitado.
La entrevista se desarrolló en un salón del Kremlin absolutamente chabacano. Una decoración que tira de imaginario zarista, rococó e imperial donde se detecta todo el esfuerzo estético por legitimar históricamente su grandeza. Una postal que presagiaba el ejercicio ridículo de periodismo que íbamos a ver. Nada más empezar, ya se produjo una situación esperpéntica. Carlson le pidió por qué había creído que Estados Unidos podía haber lanzado un ataque sorpresa contra Rusia. Putin reacciona rápido: “Yo nunca he dicho esto. ¿Eso es uno talk show o es una conversación seria?”. Y el periodista estalla en un ataque de risa impostada, teatral, algo nervioso, y le contesta: “¡Esta sí que es buena!”. Y aquí, Putin pide realizar una introducción histórica para situarlo. La lección arranca remontándose al año 862 y dura media hora, con un Carlson bloqueado que no sabe cómo detener ese monólogo. Se le escucha con perplejidad y aburrimiento. Incluso en algún momento utiliza el sarcasmo cuando Putin le avisa de que dirá algo importante. “Thank you”, responde, lacónico, el periodista derrotado. La media de la duración de las respuestas de Putin fue de once minutos cada una. Y las preguntas de Carlson en ningún caso pusieron entre las cuerdas al mandatario. En algún momento incluso entró un asistente del político a entregar una carpeta con documentos para demostrar la veracidad de sus palabras. La no entrevista a Vladimir Putin fue un ejercicio de chulería de Carlson para demostrar su potencial mediático que acabó en un espectáculo periodístico triste e inútil, porque ni siquiera cumplía la función de una entrevista. El presentador transmitía un cierto temor a hurgar a ese hombre.
Los espectadores fuimos testigos de una actitud totalitaria. La retórica fría, automática y prepotente de Putin fue un tanque paseándose sobre Carlson y, simbólicamente, por el mundo occidental. Lo que vimos fue el soliloquio de un dictador.