Netflix acaba de estrenar la primera parte de la tercera temporada de Bridgerton, el drama romántico pseudovictoriano. Cuatro episodios que anticipan una segunda parte erótico-festiva en la que se ha filtrado que la pareja protagonista incluso ha roto muebles rodando las escenas de sexo. Sin duda, el reclamo que todos los fans de la serie estaban esperando. Pero la misma serie parece haberse aprovechado del efecto Bridgerton de sus inicios para ofrecer una versión aún más básica y fácil de vivir de rentas. Cría fama y ponte a tumbarse.
Bridgerton nunca ha sido una buena serie en términos de calidad narrativa y audiovisual. Tampoco pretendía serlo. Era una adaptación de las novelitas románticas de Julia Quinn, llenas de sexo y pasión y relaciones tóxicas amparadas en los códigos relacionales del siglo XIX. La creadora Shonda Rhimes buscaba, intencionadamente, un drama popular y goloso, envuelto de estrategias visuales disruptivas y valientes, que llamaban la atención. En la primera temporada encontró en el culito del duque de Hastings el caramelo que despertó la emoción colectiva en TikTok. Y Bridgerton se convirtió en un fenómeno.
Debemos tener en cuenta, también, el contexto en el que nació la serie. La primera temporada se estrenó a finales de diciembre del 2020, en un invierno muy frío en el que todavía arrastrábamos las secuelas emocionales del confinamiento más estricto. Bridgerton fue una ventana coloreada, pasada de rosca, tórrida, absurda, irreverente y desenfadada que estimuló una audiencia saturada de producciones que se devoraban por inercia para compensar el aburrimiento. Bridgerton apelaba a los instintos primarios. Ni rigores históricos ni mensajes trascendentes. Tampoco ningún canto al feminismo, al contrario. Una droga evasiva y excitante para unos espectadores aturdidos y empalagados que habían perdido la ilusión. Bridgerton era, y sigue siendo, una serie donde las mujeres son como yeguas que compiten por encontrar su semental antes de que sea demasiado tarde. Pechugas comprimidas en trajes coloreados, mansiones con glicinas en la puerta, sexo en medio de la claridad de las velas y embestidas improvisadas dentro de los carruajes. Un placer culpable de que, a estas alturas de la tercera temporada, ya tiene más cómic que erótico. Su gran coartada es trasladar en el siglo XIX los argumentos propios de una telenovela barata. La época sirve para legitimar una trama caduca y previsible y disimularlo con una estética de romanticismo pop que distrae la vista. Al inicio, la serie tenía detalles audaces donde parecía que se enriqueciera de sí misma, que fuera consciente de su propia chabacano. En la tercera temporada, Bridgerton se ha vuelto autocomplaciente y exprime absurdamente unos dramas que ya no tienen por dónde agarrarse. Es una copia de mala calidad de lo que quería estar al inicio, con menos artificio. La filigrana de la tensión sexual que tan bien sabía resolver al inicio se ha convertido en un proceso industrial que se ajusta a las exigencias del cronómetro de Netflix. Bridgerton ha pasado de la fantasía travieso al ramplón repetitivo más vulgar.