En 2019, las televisiones de todo el mundo emitieron durante horas y horas como la catedral de Notre-Dame era devorada por las llamas, poniendo de manifiesto la capacidad hipnótica del fuego. Cinco años después, su renacimiento no ha provocado tanta expectativa ni la propia fascinación visual. En España, sólo TVE ofreció en directo la ceremonia de inauguración. Primero ofrecieron una previa de una hora en la que la presentadora Marina Ribel reflexionaba con dos expertos sobre el acto y el valor simbólico de la celebración. Simultáneamente, vimos cómo Emmanuel Macron y esposa recibían a las personalidades internacionales invitadas al acto, en una versión política de una alfombra roja. Un tiempo inclemente potenciaba su épica. Incluso las punteras puntillas del arzobispo y sus acólitos resistieron milagrosamente el vendaval.
Fue una retransmisión correcta con el lastre de una inercia televisiva incomprensible: la necesidad de poner un rótulo permanente en pantalla para indicar que lo que veíamos era el renacimiento de Notre-Dame, una información que era obvia y que no hacía falta perpetuar con esa insistencia. La franja roja de ese subtítulo ocupaba una cuarta parte de la pantalla. Teniendo en cuenta que se trataba de observar los detalles de la reconstrucción y la renovada majestuosidad arquitectónica de Notre-Dame, aquel grueso letrero ensuciaba la imagen y tapaba una parte considerable de lo que teníamos que ver. La realización tardó más de hora y media en descubrir que esa mancha roja entorpecía el objetivo de la retransmisión: contemplar la catedral en su plenitud.
A pesar de concentrar el más alto poder político internacional bajo los arcos góticos, el acto no tuvo la solemnidad inmaculada de los grandes acontecimientos británicos en los que también hay intercesión divina. Acostumbrados ya a jubileos, funerales monárquicos y coronaciones en Inglaterra, la reapertura de Notre-Dame bajó un poco el listón. La ceremonia, que combinaba la laicidad republicana con la liturgia religiosa, tenía un punto de imperfección terrenal. Las retransmisiones británicas se han basado siempre en la verticalidad visual, convirtiendo a la cámara casi en un ojo divino que mueve los hilos de lo que vemos con una precisión sobrenatural. En París, en cambio, las cámaras también se elevaban sobre el público asistente, pero se desplazaban transversalmente sobre el espacio. Era como si esa mirada divina se paseara alegremente por la casa nueva y nos enseñara el pisito, perdiendo la espiritualidad. La realización era muy insistente con las grandes personalidades que se sentaban en las primeras filas, señalando a Donald Trump, Elon Musk o Zelenski como estrellas de la noche. En plena crisis política en Francia, el acto parecía forzar un intento de recuperar el poder simbólico que las catedrales tuvieron en su día. Era una suerte de transferencia de legitimidad, de la grandeza divina a la miseria política, donde Notre-Dame parecía más una envoltura que la verdadera protagonista.