Salvador Cardús

Ganar perspectiva

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Alguns diputats i exdiputats, a l'assemblea de Sabadell / CÈLIA ATSET

La víspera de Navidad, un buen amigo me contaba un viejo chiste para describir la flema inglesa. Dice que un lord a punto de dejar su mansión para ir a pescar el fin de semana es detenido por su mayordomo, que, muy asustado, le informa de que tiene la fábrica ardiendo por los cuatro costados. Y el lord le responde, sin inmutarse: “¡Qué disgusto tendré el lunes cuando vuelva de pescar!” El chiste me pareció muy oportuno ante el clímax dramático que se iba creando alrededor de la asamblea de la CUP prevista para el día siguiente de San Esteban. Otro día “histórico” -ya he perdido la cuenta- que tenía que determinar el futuro de todo el país, ahora supuestamente dejado en manos de unos “radicales” que tenían secuestrada la democracia. Demasiado para ser cierto.

ESTA OCURRENCIA coincidió con la conversación con otra amiga que me habló de una historiadora tan empeñada en el estudio de tiempos antiguos que sólo se entretenía una vez al mes a leer la prensa que iba apilando cada día. Esto le hacía darse cuenta de hasta qué punto las urgencias de un día, las expectativas sobre un hecho determinado, lo que tenía que significar un antes y un después histórico, se deshacían como un bolado sólo añadiendo treinta días de perspectiva temporal. Los “todo o nada”, los “ahora o nunca”, los “finales definitivos” o los “inicios de una nueva era”, a treinta días vista, hacen reír. No son los hechos los que fijan su propia trascendencia, sino nuestras expectativas impacientes, que son dirigidas por los intentos -a menudo desesperados- de anticipar el futuro.

HE AQUÍ, PUES, un par de anécdotas oportunas para terminar un año políticamente trepidante, sí, pero que nos deja en la misma incertidumbre con la que lo empezamos. El camino hacia la independencia, lo que hemos dado en llamar “el proceso”, más bien se nos ha ido convirtiendo en una carrera contrarreloj. El problema no es que hayamos tenido prisa -que tenemos-, sino que nos hayamos precipitado. El error ha sido interpretar el proceso en clave agonística, como una lucha a vida o muerte. En parte, ha sido consecuencia de haber respondido a las amenazas apocalípticas del adversario, que, queriendo detener las movilizaciones, las atizaban. En parte, se debe al hecho de no haber confiado lo suficiente en la capacidad de las instituciones democráticas para culminar el objetivo, cosa que nos ha hecho votar de forma extraña. En parte, aún, ha existido la dificultad de entender que la debilidad estructural del soberanismo sólo se podía resolver con astucia y no con bravuconadas.

EL CASO DE LA ASAMBLEA de la CUP de este 27-D, pasadas la irritación y las ocurrencias que ha provocado, debería ser una gran lección para todos. Con perspectiva, el 9-N, el 27-S, el 20-D y el 27-D no han sido decisivos de nada. Han sido hitos que han generado grandes combates interpretativos, pero sin capacidad para cambiar el estado de las cosas. El paso de la movilización popular a su concreción institucional, la única que puede validar democráticamente las aspiraciones secesionistas, está teniendo una complejidad enorme. Siempre he denunciado el riesgo que significaba fiarlo todo al entusiasmo, un estado de espíritu que detesto. Las virtudes que ahora debería trabajar el independentismo son la fortaleza, la perseverancia y la prudencia necesaria para serenar los ánimos y actuar con inteligencia. Pase lo que pase, tampoco serán determinantes el 2-G, ni el 10-G, ni los resultados de unas hipotéticas elecciones en marzo. Al día siguiente de cualquiera de estas fechas, se abrirán nuevas incertidumbres igual o más grandes. Y así hasta llegar al gran desafío final, el más arriesgado de todos: construir el país libre, justo y próspero al que muchos aspiramos. Las grandes esperanzas no se merecen, hay que saberlas ganar.

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