Viaje al lugar donde te sentirás la persona más feliz de la Tierra
Visitamos el cabo Norte de Noruega, en la isla de Magerøya, el extremo más septentrional del continente
Cabo Norte (Noruega)Hace poco que he vuelto del cabo Norte, del extremo septentrional del continente. Me ha gustado ver cómo, en el camino en coche desde Rovaniemi (Finlandia), las hojas de los árboles ya amarilleaban y la luz sesgada del otoño barnizaba con tonos dorados los paisajes hipnóticos de Noruega. Era la cuarta vez que iba y me he encontrado muy poca gente. “La próxima semana cerramos –me dijo un noruego que alquila cabañas en el pueblecito de Skarsvåg, cerca de la cabeza–. Pronto va a nevar y ya no se podrá llegar en coche”.
Autostop
Confieso que me atraen los sitios límite. Siento que me cargan de energía y me refuerzan la mirada interior. Será por eso que fui al cabo Norte por primera vez cuando tenía veinte años, en 1973. Estaba trabajando de lavavajillas en Estocolmo cuando un día pensé que estaría bien ir más allá del círculo polar ártico. Dejé el trabajo e hice autostop unos días hasta llegar al cabo Norte, donde todavía no se había construido el gran centro comercial que existe ahora. Había tan sólo una casita de madera donde una mujer sami vendía postales y souvenirs.
Llegué a la punta norte de Europa con Peter, un amigo neerlandés con el que hice autostop el último tramo del viaje. Cuando por fin llegamos, nos miramos y dijimos: “Bueno, ¡ya estamos!”. En efecto, habíamos llegado al final del trayecto. Más allá sólo había un mar de color gris y, mil kilómetros más al norte, las islas Svalbard.
Nos sentamos en una roca con Peter y nos quedamos mirando cómo el sol bajaba al horizonte. Un cuarto de hora antes de la medianoche llegaron cuatro autocares cargados de turistas: ametrallaron el sol con las cámaras justo en el momento en que el astro lo repiensa y, en vez de ponerse, remonta la trayectoria. Hecha la foto, volvieron satisfechos al hotel y Peter y yo nos quedamos solos en el cabo Norte. Un rato después, cuando ya nos preparábamos para dormir entre las rocas, apareció un belga que nos llevó en coche al pueblo de Hammerfest, donde pasamos la noche.
Recuerdo ese viaje que me rodeaba una agradable soledad cósmica, la bondad de los desconocidos que me llevaron en coche, la locura de unos hippies que me acogieron en su camioneta y el vacío que sentí cuando ya volvía. Había visto el sol de medianoche, pero me preguntaba qué podía hacer a partir de ese momento.
Verano e invierno
La segunda vez, treinta años después, fui al cabo Norte en autocaravana. Era verano, ya habían construido el centro comercial y un gentío atolondrador competía por hacerse fotos en la punta de Europa. De todos modos, me gustó volver a ver aquellos acantilados y sentir cómo el viento sacudía la autocaravana donde dormí, en el aparcamiento de la cabeza. La lluvia y el viento se conjuraron para hacerme sentir que, sin embargo, estaba en un lugar donde la fuerza de la naturaleza me convertía en muy poca cosa.
La tercera vez fue muy distinta. Fui en pleno invierno, en febrero del 2011. Zarpé del puerto de Tromsø en un barco de la compañía Hurtigruten y, después de un par de días navegando, desembarcamos en Honningsvåg, a una treintena de kilómetros del cabo Norte. El termómetro marcaba 15 bajo cero y el paisaje era tan blanco que imponía un inquietante silencio.
En invierno todo está helado y es obligatorio ir en convoy de Honningsvåg al cabo Norte, con una máquina quitanieves abriendo paso. A ambos lados todo era blanco. Era la desolación, un viaje al extremo helado de Europa. Cuando empezó a soplar la ventisca, levantó nubes de nieve que cegaron el paisaje y me sentí fuera del mundo.
Llegados al cabo Norte todo el mundo corrió hacia la gran bola del mundo que marca el fin del continente, sobre un acantilado de 307 metros. Se hicieron fotos y selfies y oí cómo llamaban a los amigos para decir cosas como “yo estoy en el cabo Norte y tú no”. Después entraban en el centro comercial a beber un café ya comprar camisetas que acreditaran que habían estado en el cabo Norte.
Lo que me sorprendió de ese viaje fue que el cabo Norte era muy diferente al del verano y que a las 3 de la tarde ya se hizo de noche. En el centro de información me dijeron que cada año iban unas 200.000 personas y algunos visitantes les hacían preguntas como: “¿Cuándo saldrá el otro solo?”. Se creían que en verano había un sol de día y un sol diferente de noche (el sol de medianoche).
Horas después, cuando una aurora boreal llenó el cielo de colores, me pareció oír la música del mundo y me sentí al hombre más feliz de la Tierra.
Viaje de otoño
Como decía al principio, he vuelto hace poco del cabo Norte. Volé a Rovaniemi, en la Laponia finlandesa, con mi sobrino Eduardo, con quien hace tiempo que teníamos un viaje pendiente. Condujemos setecientos kilómetros hasta el cabo Norte y por el camino atravesamos bosques y lagos, dormimos en casitas de madera, sudamos en la sauna, nos bañamos en lagos de agua fría y comimos salmón y reno.
Finlandia vive unos meses tranquilos en otoño. El verano queda atrás y todavía falta para diciembre, cuando llegan muchos turistas con niños que llevan la carta a Papá Noel y se toman fotos en la raya que indica el Círculo Polar Ártico.
Llovió durante el viaje, pero la lluvia se pone bien en los países nórdicos. Las pequeñas islas de los lagos aparecían difuminadas, como tierras mágicas escapadas de la mitología finlandesa recogida en el poema épico Kalevala.
Buscadores de oro y samis
El viaje fue como una road movie, con paradas en moteles que parecían escapados de un libro de Sam Shepard, largas conversaciones y muchos recuerdos. Cuando pasamos por Tankavaara recordé que en el viaje de 1973 me cogieron a dos estudiantes suecos que iban a buscar oro. Pasé dos días con ellos, pero no encontré ni una pajita. Ahora Tankavaara se ha convertido en un parque temático en torno al oro.
Cuando continué hacia el norte ese verano, cerca de Ivalo me recogió un sami que me confesó que le entristecía ver cómo se iba apagando su cultura. Me llevó a las tiendas en las que vivían y me mostró el rebaño de renos. En otoño, sin embargo, vimos muy pocos.
Para repasar la historia sami vale la pena, en cualquier época, visitar el Siida, el museo sami de Inari. Allí puede verse el vínculo que estos nómadas tienen con la naturaleza y los rasgos principales de su cultura, repartida por tierras de Finlandia, Noruega, Suecia y Rusia.
En marzo del 2011, en un viaje anterior, vi en este museo una exposición de fotografías de todos los hablantes de una variante de la lengua sami. Por desgracia eran sólo un centenar. ¿Cuántos deben quedar ahora? A orillas del lago, se celebraba entonces una carrera de renos sobre el lago helado y era emocionante ver cómo los samis seguían con atención las evoluciones de los esquiadores que guiaban a los renos.
Había un buen ambiente en marzo del 2011 en Inari, con actuaciones musicales y gente que bebía y se lo pasaba bien. En otoño, Inari parecía un pueblo en stand by, dormido.
El último tramo
Hay 380 kilómetros de Inari en el cabo Norte, con largas rectas que discurren entre bosques y marismas. A partir de la entrada a Noruega, por una frontera invisible, se llega entre ríos de agua brava y bosques a Lakselv y al fiordo de Porsanger. Los últimos 190 kilómetros los hicimos junto al fiordo, en medio de un paisaje pelado y por una carretera con varios túneles, el último de los cuales nos llevó, bajo el agua, a la isla de Magerøya, donde se encuentra el cabo Norte.
Tras dejar atrás Honningsvåg, con grandes depósitos de combustible e industrias de pesca, la carretera se adentró en la desolación casi irreal que termina en el cabo Norte. Una vez allí, comprobamos que en el norte de Noruega vive muy poca gente, pero que el paisaje es de una belleza que duele en los ojos.
Por la noche, en el pueblecito de Skarsvåg, fuimos a la montaña por si teníamos la suerte de ver una aurora boreal, pero “la diva esquiva”, tal y como la llaman allá arriba, no se mostró. Nos supo mal, claro, pero al mismo tiempo pensamos que Laponia no termina nunca y que tarde o temprano volveríamos al cabo Norte.