Un grandísimo amor a España

Me encantan los españoles y me encanta España. Me encanta cómo comen y beben. El Cirsion, el Pérez Pascuas, el Alabaster. El queso manchego, el del Casar. Los bares y restaurantes de Madrid, tierra de mi madre, la alegría y la franqueza que aparentemente dominan las relaciones humanas de Andalucía, tierra de mi suegra. Me gustan las películas que hacen, las de ahora y las de antes, los libros que escriben, su idioma, que procuro hablar muy bien (y es cierto que también me gusta Francia, su vino y sus restaurantes, pero porque me gusta el mundo).

No puedo, sin embargo, aguantar la relación que Cataluña tiene con su sistema de gobierno. Me siento doble súbdita. Súbdita de un rey que no he votado, ni votó mi abuelo (él hizo la guerra para defender, precisamente, una República legítima), y súbdita de los caprichos de su gobierno. Ayer enterraron tres leyes catalanas más. La de los pisos vacíos, la de igualdad y la de régimen local. Y eso después de la del fracking, las centrales nucleares... Y la de la pobreza energética, que, dicen, supone una "discriminación positiva" hacia los pobres catalanes. Pero mantienen la discriminación positiva que es el concierto vasco y el navarro. Nosotros pagamos autopistas y ellos no, pero eso no les parece discriminación. Todos los españoles cobran la misma pensión según los sueldos y años cotizados, pero en Cataluña la vida es mucho más cara, lo que discrimina a los jubilados de aquí.

En la cuestión de la independencia ya dejo de lado los sentimientos, que son importantes, porque el Estado también los ha dejado de lado y no intenta sofocar el independentismo por amor a Cataluña, sino por huevos y cuentas cuadradas a fin de mes. Ni siquiera hablo de dinero. Hablo de bienestar y servicios básicos. Si no nos independizamos de esta España que siempre amaré seguiremos pagando la Casa del Rey hasta que nos muramos. ¿Y mientras tanto qué? ¿Qué tenemos que explicar a los que no tienen luz? ¿Que esperen a ver si Rajoy se jubila y Felipe se va a Estoril?