MadridEn la Fiscalía hay fuego por los cuatro lados. Las incidencias ocurridas en el seno de este órgano constitucional desde la recuperación de la democracia podrían llenar varios volúmenes. Pero un episodio como el actual tiene pocos o quizás ningún precedente. El problema de fondo es la debilidad del gobierno español, escenario que se aprovecha para actuaciones que en otro contexto de mayor fortaleza ejecutiva y parlamentaria difícilmente se plantearían. En el centro del conflicto se encuentra el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, cuestionado por varios motivos. Lo importante es la aplicación de la ley de amnistía, en especial a los principales líderes del Proceso. Pero también es relevante el episodio de la actuación de la Fiscalía en relación con la difusión de datos sobre las negociaciones para que Alberto González Amador, pareja de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, pueda evitar el riesgo de ingresar en prisión por los delitos de fraude fiscal de los que está acusado. Y para hacer la tarta más llamativa, no hay que olvidar las investigaciones sobre las relaciones de Begoña Gómez, esposa de Pedro Sánchez, con empresas que aspiraban a recibir subvenciones. El PP ha pedido la dimisión de García Ortiz teniendo en cuenta la conducta del fiscal general en estos procedimientos judiciales, pero apoyándose siempre en el ruido interno entre los propios fiscales, que con mayor o menor intensidad ha sido una constante desde el llegada del PSOE al poder hace seis años, una vez ganada la moción de censura contra el expresidente Mariano Rajoy (PP).
La Fiscalía tiene previstos los mecanismos para canalizar la solución de las discrepancias que puedan surgir entre los responsables máximos de sus ramas y los fiscales encargados del asunto sobre el que se plantee el conflicto. En principio, la forma más flemática de reaccionar a las tensiones de estos días sería pensar que no hay problema, porque ya se aplicarán los correspondientes preceptos del estatuto del ministerio fiscal y todo quedará reordenado rápidamente. Pero en este asunto no existe, en rigor, una discusión de carácter exclusivamente jurídico, sino un enfrentamiento que también tiene un destacado perfil y contenido político. De hecho, las primeras discrepancias que aparecieron en la Fiscalía, concretamente sobre la reacción a aplicar al referéndum del 1-O, ya fueron fuertes, y referidas al tipo penal con el que debía acusarse a los líderes independentistas. El gobierno de Rajoy decidió que la respuesta debía ser radical, de la máxima dureza, y el fiscal general de esa etapa, José Manuel Maza –que había accedido al cargo como magistrado de la sala penal del Supremo–, dio apoyo a la presentación de la querella por el delito de rebelión, al que le corresponde una pena que puede llegar a los treinta años de prisión, efectivamente pedidos a la conclusión del juicio.
La caída de Mariano Rajoy y las necesidades del nuevo gobierno de Pedro Sánchez –junto con su convicción de que debían serenarse los conflictos con Catalunya– desembocaron en el intento de que los fiscales del Proceso –Javier Zaragoza, Consuelo Madrigal, Fidel Cadena y Jaime Moreno– modificaran su calificación jurídica de los hechos del Proceso. La idea era pasar del delito de rebelión al de sedición, con una pena equivalente a la mitad de la reservada para el primero de estos tipos penales. El fiscal general José Manuel Maza había fallecido inesperadamente en un viaje oficial a Argentina, y después de unos meses en los que ocupó su puesto Julián Sánchez Melgar –otro magistrado del Supremo–, la Fiscalía del Estado quedó en manos de María José Segarra, amiga de María Dolores Delgado. Desde el primer momento de su llegada a la Fiscalía General, en junio del 2018, Segarra tuvo claro que los cuatro fiscales designados para participar en la instrucción y el juicio de la causa del 1-O en el Supremo no cederían ni uno palmo y mantendrían la acusación de rebelión hasta el final de la vista oral.
Sin rebajar las acusaciones
El riesgo de tener un conflicto interno grave –como el que ahora está planteado– hizo que Delgado y Segarra renunciaran a intentar convencer a los fiscales del Proceso para que rebajaran sus acusaciones. La fiscal general llegaba dejando atrás el cargo de fiscal provincial jefe en Sevilla. En la Fiscalía, los galones cuentan mucho, y desde el primer momento hubo razones para pronosticar que podría tener problemas para ejercer su responsabilidad, dar las órdenes que creyera pertinentes y ser plenamente respetada. Los cuatro ponentes en la causa del Proceso eran fiscales de sala –la máxima categoría en la carrera– y era más que dudoso que unos generales aceptaran ser mandados por una comandante. En rigor, Segarra ni intentó ejercer las atribuciones de fiscal general del Estado, que es quien al final toma –y en su caso, impone– las decisiones sobre la actuación de la Fiscalía en los asuntos más delicados.
Facilitó esta renuncia estratégica de la Fiscalía –compartida de hecho por el gobierno– la circunstancia de que en el entramado de la administración exista la Abogacía del Estado. Lo que no estaban dispuestos a hacer los fiscales del Proceso quedó confiado a la abogada del Estado, Rosa María Seoane, después de que la responsable máxima de los servicios jurídicos del Estado, Consuelo Castro, decidiera cesar a Edmundo Bal, titular hasta entonces de la sección penal y tan partidario de acusar de rebelión como a sus compañeros de la Fiscalía. El cese de Bal hizo un gran ruido, pero la sustitución de los fiscales del Procés habría provocado la misma tensión e idénticas críticas multiplicadas por cuatro. Estos fiscales son los que ahora han exigido la convocatoria de la Junta de Fiscales de Sala -máximo órgano consultivo de la carrera- para debatir sobre la ley de amnistía. Volverá a haber ruido, pero quien manda, manda, y en la Fiscalía no cabe duda de que quien toma las decisiones más importantes es el fiscal general. Cuando no lo hace es por no recibir leña. García Ortiz no es de goma, está afectado por lo que le ocurre. Pero sabe que lo que le ocurre deriva de su condición de elemento clave en el aparato del Estado, diseñado así por los padres de la Constitución, que no por casualidad establecieron en el artículo 124.4 del texto constitucional que la designación del fiscal general está en manos del gobierno. Por eso es una pieza de caza mayor.